Quien quiera saber de qué hablamos los críticos cuando escribimos que la de alguien es “una buena actuación” sólo tiene que ir a ver Buena suerte, Leo Grande, la película de Sophie Hyde que sigue en cartelera y fijarse en el trabajo de Emma Thompson. Viéndola hacer de Nancy Stokes, esta profesora de religión retirada y viuda que se ha animado a usar los servicios de un prostituto por primera vez en su vida, se entenderá que la buena actuación no depende de una transformación física (Emma Thompson se ve prácticamente como ella misma) ni de un vestuario especial que te disfrace. Que construir un personaje pasa más por encontrar la manera en que esa armazón teórica que la guionista puso en el papel respire por sí sola en el mundo de la película, que los gestos que vemos sean los que el personaje necesita y al mismo tiempo parezcan ocurrencias de ese instante, hasta el punto de que nos olvidemos que esa que está delante de nosotros es una actriz.
Thompson lo consigue al darle a Nancy la complejidad de las mujeres de la vida real: valiente para atreverse a una experiencia que jamás ha vivido pero tan consciente de su cuerpo y de lo que ella percibe que son defectos como para dudar en el momento de la verdad; generosa con su capacidad de preocuparse por la vida de Leo Grande, el prostituto, ese muchacho encantador que hace todo para que se sienta cómoda, y despiadada para juzgar a sus hijos con la crueldad que permite el conocimiento; con ganas de tachar todos los puntos en su lista de pendientes sexuales, pero pudorosa a la hora de disfrutar su desnudez. Cada una de estas actitudes está traducida en gestos, en pequeñas acciones, en miradas y tonos de voz que hacen que una Nancy así, igualita a ésta, sea posible. Y entonces la magia está hecha, porque la ficción se convierte en verdad.
Como Daryl McCormack, el actor que hace de Leo, está a la altura de lo que ofrece Thompson, la película se convierte, gracias a ellos, en una mirada profunda y verosímil a la intimidad de dos adultos, un dúo espléndido que a través de sus historias nos permite reflexionar sobre la formas en las que cada quién lidia con su cuerpo, con sus deseos y con la forma en que se presenta ante el mundo, una reflexión más que pertinente sobre todo porque vivimos en una sociedad que supuestamente ha alcanzado una alta libertad sexual, pero que de inmediato afila los cuchillos de la condena opinadora cuando quien vive esa sexualidad o ejerce su desnudez no tiene cuerpo de atleta o es mayor de cierta edad.
En un mundo que hemos convertido en una dictadura de la juventud, donde nadie quiere ser “el veterano” de la oficina y hay una obligación de oír, comer y hacer lo que hacen los más jóvenes, disfrutar la sexualidad en la madurez es casi insultante. Los diálogos de Katy Brand y la dirección de Sophie Hyde nos permiten la reflexión sin sermonearnos, pero son las actuaciones las que tocan los puntos álgidos, como en esa mirada frente al espejo o en ese pequeño momento en que por fin Nancy puede gozar lo que siempre había actuado.