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64 oportunidades para el infinito

07 de noviembre de 2020
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Recuerdo un cuento en el que un hombre le pedía una recompensa a un rey por haber cumplido alguna tarea imposible. El rey, muy agradecido, le permitió reclamar cualquier tesoro de sus arcas. El héroe solo quería un premio modesto, un grano de trigo en la primera casilla de un juego de ajedrez, dos granos de trigo en la segunda casilla, y así, la cantidad duplicada tantos días como casillas o escaques del tablero. Al rey le pareció una ganga, consideró al héroe un tonto y aceptó. 64 días después estaba arruinado. La cifra resultante es inaudita. Los primeros días no parecían tantos granos pero después de dos semanas, en la casilla g2 habría más de 16 mil granos y la cifra no cabría en ningún cheque si contáramos la cantidad de granos necesarios para llenar la última casilla. La historia es bien conocida y se encuentran detalles como el siguiente: los consejeros del rey calcularon que se necesitaría la cosecha de 2.000 años para cumplir la demanda del héroe.

El juego milenario contiene historias así de inabarcables. Me gusta pensar en los matemáticos que se han pasado la vida tratando de descubrir las cifras que esconden los 64 escaques y las posibilidades combinatorias que tienen los movimientos de sus 32 piezas. Pienso por ejemplo en Max Euwe, campeón de ajedrez de los Países Bajos que a la sazón de sus cavilaciones alguna vez vislumbró la escena de doce mil ajecrecistas concentrados en buscar las mejores jugadas en todas las posiciones imaginables. Si para cada posición y variable cada ajedrecista invirtiera una décima de segundo, se necesitarían más de un trillón de siglos para analizarlas todas. ¿Cómo llegó el Doctor Euwe a este resultado? ¿Qué mecanismos se activaban en su cerebro para combinar esos dos mundos infinitos, el de la matemática y el ajedrez? Me parecen preguntas que darían pie a un gran argumento.

Otro argumento precioso es el del campeón que se enfrenta a la máquina. El mundo en vilo esperando conocer al vencedor. Si el humano triunfa todavía estarán lejos los días en que los ordenadores esclavicen a nuestra especie. Si la máquina acorrala al rey de su oponente mortal, será la temible constatación de que nuestra inteligencia puede ser superada por un ser artificial que en algún momento buscará su emancipación. No es una historia de ciencia ficción, es el duelo que puede verse en documental de 2003 Game Over: Kasparov vs. The Machine. La trama en la que el gran maestro ruso intenta doblegar a la computadora Deep Blue es tan trepidante como ese duelo entre Bobby Fisher y Boris Spasski en el que también se definían rancias pugnas de la Guerra Fría.

Me hubiera gustado estar vivo en el año que tuvo lugar ese encuentro. La partida fue seguida en todo el mundo. Las jugadas viajaban en cables de prensa, eran comentadas por la radio, aficionados de todo el orbe repetían cada movimiento en sus tableros y analizaban cuál debería ser la siguiente jugada de Fisheer, ese niño genio asediado por alucinaciones. Mi amigo Luis Alberto, de la librería Palinuro, me ha contado varias veces cómo se mantuvo en vilo junto a sus cómplices ajedrecistas, en 1972, con ese juego entre titanes. Siempre que menciona los detalles hay un fulgor en sus ojos en el que titilan todas esas jugadas y variables, los gambitos, los enroques, las celadas o esa metamorfosis bellísima de los peones cuando coronan la última fila del territorio enemigo para renacer como damas infalibles.

Todo lo anterior es solo para celebrar la aparición de una serie como Gambito de Dama, de Netflix. El ajedrez no solo es un juego hermoso sino que jugarlo ofrece el escaso chance de probar una sabrosa migaja de la vida de los inmortales.

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