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Hace 25 años, el Viernes Santo de 1996, un 5 de abril, murió en Nairobi, capital de Kenya (África) el padre Carlos Alberto Calderón, sacerdote de la arquidiócesis de Medellín, quien participaba en una experiencia de evangelización “ad gentes” (entre gentiles) con los Misioneros de Yarumal. Tenía 47 años. Haberlo conocido y tratado y haberlo abordado profesionalmente como periodista fue un privilegio. Sigue vivo su recuerdo. Siguen sin marchitarse los rasgos de su personalidad. Como ser humano, como sacerdote, como teólogo. Y sobre todo como amigo.
Tengo, para mis adentros, que el mejor día para morirse un sacerdote católico es el Viernes Santo. Reviviendo (o “re-muriendo” si vale la expresión, porque de eso se trata) la muerte Cristo. Lo sabía el padre Calderón, mejor que yo. Lo entrevisté en 1994 para la página “Iglesia” de El Colombiano, con motivo de su partida para África como misionero. “Me voy ligero de equipaje”, fue el título.
Voy a contar un secreto. Había dejado para última pregunta una reflexión que brotó mientras le hacía la entrevista. Se me ocurrió decirle que a mi juicio toda vocación misionera escondía un vocación martirial. Que en la historia de la cristiandad la evangelización estaba asociada con el martirio. Sellada, muchas veces, con sangre y con muerte. Que a un misionero lo podían asesinar por motivos de fe, por razones políticas, por razones culturales o étnicas, etc. etc. O él se podía matar accidentalmente o morir por una enfermedad en sus correrías misioneras. Lo noté un poco perturbado por la pregunta. Me dijo que nunca lo había pensado, pero que tampoco le daba miedo.
Yo quité esa pregunta de la entrevista al publicarla en el periódico. No solo por la extraña sensación que le advertí, que casi olfateé en su alma y que nos tiñó la conversación de una honda tristeza, inconfesa por inesperada. También porque me pareció que hablar de ese tema no era delicado con sus familiares, que estaban felices con su viaje de misionero. Y como hubo que recortar (“capar”, decíamos en el argot) el texto de la entrevista, ya que no cupo en el espacio asignado, pues no publiqué esa pregunta final.
Cuando a la vuelta de apenas dos años se conoció la muerte de Carlos Alberto, que tanto nos conmovió, busqué por mar y tierra el casete en que estaba grabada nuestra conversación. Nunca lo encontré. Él la borró desde la eternidad, supongo. Había sido el presagio de su larga y dolorosa agonía, víctima de la fiebre que rubricó su pasión de misionero. Hubiera sido un testimonio valioso haberlo oído en su propia voz. Tal vez algún día lo encuentre