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Columnistas | PUBLICADO EL 25 junio 2022

Uno es dueño del silencio

La locuacidad se ha convertido en uno de los más lamentables defectos de la idiosincrasia cortesana y áulica del mundo de la política partidista y de la burocracia.

Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com

“Habla poco, ya que lo que uno dice deja de pertenecerle y solo somos dueños de nuestro propio silencio”.

Recuerdo haber leído hace muchos años que el general Franco, quien no es precisamente santo de mi devoción, le dio este consejo al rey Juan Carlos antes de retornarle la corona de España. Y creo que no está mal traerlo a colación hoy, en este momento de frondosidad verbal que suele desatarse tras unas elecciones presidenciales.

Tal vez la verborrea que propicia un debate electoral (tanto en perdedores como en ganadores, tanto en quienes se despedirán de cargos públicos como en quienes esperan ocuparlos) es un mal que viene junto con la burocracia. Tal vez sean la desfachatez y la ignorancia las que la propician. Lo cierto es que la locuacidad se ha convertido en uno de los más lamentables defectos de la idiosincrasia cortesana y áulica del mundo de la política partidista y de la burocracia.

No se critica el arte del buen hablar, de la conversación y de la charla. Ni siquiera la simpática garrulería callejera que se derrama en calles y plazuelas. Lo que ofende es esa sabihondez de las declaraciones que a toda hora bombardean a la opinión pública. Detrás de esas palabras improvisadas se ocultan los malos genios (los genios malos, quiero decir) y los malgenios de la discordia y los intereses creados y “non sanctos” que buscan, junto con el trigo, sembrar la cizaña.

Por la boca muere el pez. Lo del consejo de Franco es cierto. Lo que uno habla deja de pertenecerle y toma un rumbo y una vida independientes. Por eso hay que medir las palabras. Después no valen disculpas. Que no fue mi intención, que yo no quise decir, que fui mal interpretado. ¡Mentiras! Las palabras dicen lo que dicen y punto. Por eso no pueden ser usadas con incuria y descuido.

Buen consejero es, por el contrario, el silencio. No solo por aquello de que “el bobo, si es callado, por sesudo es reputado”, sino porque desde una franca honestidad intelectual el silencio es una forma de sabiduría. Y es más fácil hablar que callar.

Es necesario hacer una campaña de silencio. Cuando se busca con tanto ahínco la paz, no podemos olvidar que el silencio es sinónimo de paz. Aun físicamente el silencio es una forma de paz. El que se escabulle del ruido y del ajetreo, de las voces y los parlamentos, busca siempre un poco de paz.

Debemos imponernos, pues, una disciplina de silencio. Hablar menos y pensar más. Las palabras a menudo ocultan vacíos intelectuales o espirituales. Dejar de ser tan gárrulos y charlatanes para ser más tranquilos y pacíficos. Recordémoslo: el silencio es una forma de paz. Y es el único recinto de nuestra libertad que no podemos violar sino nosotros mismos. Porque somos los únicos dueños de nuestro propio silencio. Saberlo es ser capaces de ser dueños también de nuestras propias palabras 

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