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Las consecuencias de este ánimo sombrío son catastróficas al punto de que para un porcentaje cada vez más alto de nuestras sociedades la democracia, como forma de gobierno, parece insuficiente.
Por David E. Gómez Santos - davidsantos82@hotmail.com
Los días vividos de este agosto que apenas va por la mitad estuvieron llenos de hechos políticos latinoamericanos que preocupan y asustan y generan incertidumbre. Sobre todo, esto último, miedo a lo que está por venir y una horrible sensación de desazón e inestabilidad. La gente cree poco o nada en sus líderes y la paciencia se agota.
Como en una maquinaria que escupía noticias desafortunadas los medios de comunicación nos atormentaron primero con las imágenes de protestas violentas en diferentes capitales del hemisferio —por el costo de vida, por la precariedad en la salud, por la creciente inseguridad ciudadana—, después revelando acusaciones legales contra nuevos y antiguos presidentes que aquí y allá desconfían o se burlan de la justicia —y obtienen cada vez más apoyo de sus ciegos seguidores— más adelante con campañas políticas que mienten —ayudadas en ocasiones por esos mismos medios que nos informan— y por último, como un colofón de pánico, con el magnicidio del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio, anunciado y esperado por él y todos los que lo rodeaban y grabado en video de celular para que no quedara duda.
El resultado es una sensación abrumadora. No importa que lo que ocurra se dé en Colombia, en Venezuela o en Brasil. Que las pruebas de fechorías recaigan en el hijo de Gustavo Petro, que el Estado de sitio sea declarado en Ecuador o que la campaña electoral plagada de burradas y mentiras transcurra en Argentina. El aire pesado flota para todos por igual y terminamos por compartir la imposibilidad de respirar esperanza. Nos cuesta comprar la idea de que, si algo viene, posiblemente será mejor. ¿Qué nos espera? ¿De dónde y a qué nos aferramos? El ciclo insoportable entre oficialismo y oposición que se reemplazan periódicamente por la rabia -o la desmemoria- ciudadana y que repiten en sus nuevos papeles los mismos errores que denunciaron hace oscura cualquier alternativa.
Aún con este presente opaco es necesario detener la espiral descendente y ser conscientes de lo que está en juego. Las consecuencias de este ánimo sombrío son catastróficas al punto de que para un porcentaje cada vez más alto de nuestras sociedades la democracia, como forma de gobierno, parece insuficiente.
Por eso las alabanzas a pasados dictatoriales, a periodos de terror resignificados como liberadores por personas que no los vivieron, pero los añoran, y el aplauso ciego a sujetos del talante de Nayib Bukele o Jair Bolsonaro o Donald Trump. Ese es el futuro que algunos proponen y que, incuestionablemente, sería peor que este presente por muy sombrío que parezca. Es ese horizonte de pánico el que nos debe dar la perspectiva política. Y dejar de pensar que este es un asunto de grupos separados por una grieta. De iluminados y errados y de buenos y de malos. Son esquinas simplistas que no pueden ni abarcar ni explicar la complejidad de lo que vivimos.