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El mundo jamás volverá a ser como era. Ya no quedan rincones inexplorados donde la incursión humana tenga signos de epopeya. Las expediciones que antaño eran gestas, odiseas y conquistas propias de dioses hoy son aventuras de saldo, en las que no hacen falta astrolabios, sextantes, yelmos relucientes o porteadores abisinios, y al otro lado del horizonte, en lontananza, la tierra y el mar han dejado de ser lugares ignotos donde acechan mil peligros. Hoy, hasta para ir a comprar el pan ponemos un geolocalizador de mercadillo web con el que podríamos adentrarnos en las selvas de Borneo. Un servidor, sin ir más lejos, logró hace ya casi tres lustros ver en directo la final de la Eurocopa entre España y Alemania junto a un orondo teutón perdido en mitad del Amazonas brasileño.
Quizá por ello, y porque el ser humano es tenaz ante el aburrimiento, abunden hoy las incursiones estratosféricas de millonarios en pos de aventuras en la penúltima frontera: la espacial. No dejan de ser las nuevas vacaciones de los ricos, porque mientras Cristóbal Colón, Cortés, Pizarro, Núñez de Balboa, Magallanes o Elcano, entre otros, apenas tenían un 5 % de posibilidades de supervivencia cuando salían de correrías a ensanchar el mundo, los Bezos y Branson de hoy saben lo que cenarán en su mansión terrestre nada más subirse al cohete que les dejará orbitando un rato.
Sin embargo, aún quedan retos que afrontar aquí abajo.
Tenemos un planeta maravilloso y dudo mucho que encontremos otro igual en el que los campos de manzanilla y lavanda huelan a verano, y la tierra arcillosa desprenda un tarro de mil esencias por el contacto del agua de una simple tormenta estival. Porque, aunque Dios lo puede todo, un paraíso como la Tierra, en el que un alquimista ha logrado casar variables infinitas hasta destilar una taza humeante de café por la mañana y embriagar los sentidos con el aroma de la canela sobre la leche hervida, es un lugar único.
Por supuesto, podemos huir hacia adelante y escapar de un barco que, a veces, parece hundirse. Pero también queda la opción difícil, la de pelear hasta hacerlo reflotar.
Como saben, la Unión Europea tiene el propósito de reducir un 55 % las emisiones de CO2 en 2030. Eso está a la vuelta de la esquina. En consecuencia, los socios europeos han alcanzado un consenso por el que, hasta que se logre equilibrar la producción de electricidad, nos costará un ojo de la cara encender la luz o cargar el coche. Pero no solo eso. Toda la industria se verá perjudicada por los altos precios de la energía. Tendremos que producir más caro para dañar menos el planeta.
Por el contrario, la creciente demanda de energía por la recuperación tendrá un efecto perverso: la puesta en marcha de nuevas centrales de carbón, sobre todo en Asia, que aumentarán las emisiones de CO2 a niveles récord, según la Agencia Internacional de la Energía. China, por sí sola, supondrá más de la mitad de consumo adicional en 2022.
No solo es una cuestión que atañe a China. Otras potencias industriales como EE. UU., que disparará su producción de gas natural, Brasil o India, donde los estándares medioambientales van muy por detrás, harán el esfuerzo inverso.
Por eso, la UE estudia gravar las importaciones de países contaminantes. Con razón. Europa no puede hacer sola un sacrificio que debe de ser global.
Recuerdo una cálida tarde de siesta en la playa de Bolonia, un arenal dorado gigantesco en las costas de Cádiz, en Andalucía. Tumbado en una hamaca, mecido al ritmo perezoso del Atlántico en agosto, contemplaba vacas y caballos en los pastos de la costa mientras mi hija Malena perseguía cantarina a una mariposa. Durante horas. Quiero eso para mis nietos. También para los suyos. Por eso, necesito su ayuda