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“¡Dichoso de aquel que logra hacer de su casa, o de la morada en que su oficio se cumple, otro cuerpo más para su espíritu! Y si no ya de su casa tan solo, sino del lugar, villa o ciudad en que vive, ¿qué mayor bendición de Dios?”. Este es un texto de Miguel de Unamuno, el gran escritor vasco español en el que también habla de hacer de la casa un “segundo cuerpo del alma”.
Encerrado en casa por fuerza de la pandemia, adobo con este texto mis meditaciones sobre los que no tienen un hogar, los que no tienen una casa donde apaciguar la soledad, la incertidumbre. Pienso en los desarraigados.
Sentirse desarraigado, o serlo de hecho, es un factor en el que no paramos mientes pero suele estar en la raíz de las crisis de una sociedad, de un grupo de personas, de un individuo en concreto. Y puede ser motivo y acicate de violencias, de vicios y delincuencia, de ese lento morir de los desesperanzados.
Piense el lector en los millones de inmigrantes que luchan con sus nostalgias fuera de su patria. Puede que lo tengan todo, aunque la mayoría no tengan nada; puede que hayan logrado lo que buscaban, puede que hayan tenido que resignarse a un fracaso sin retorno. Sufren de desarraigo. Los echaron o se tuvieron que ir de sus tierras, de sus casas. Lo debieron dejar todo y han llegado donde no tienen nada. Ese dolor que pasean por las calles, esa mirada perdida en la desesperanza tienen nombre propio: desarraigo.
Hay desarraigo porque se ha perdido el “segundo cuerpo del alma”, que dice Unamuno, ese otro “cuerpo del espíritu” (como dice él también) que es la casa, o el lugar de trabajo, o la ciudad, o la patria. El desarraigado -sea el expatriado, el desplazado, el abandonado, o ese fugitivo de sí mismo en que a menudo nos convertimos todos- se vuelve a la larga un alma en pena, un aparecido, un espanto. No tiene cuerpo. Porque no tiene casa. Porque no tiene patria. Que la mayor tragedia, la más dura carencia de un ser humano es no tener un hogar, un techo bajo el cual vivir y morir, un rincón cálido de presencias y ternuras donde alimentar la esperanza. Eso: que no tenga una casa.
Los desarraigos se curan si, como aconseja Unamuno, hacemos de la casa, del lugar de trabajo, de nuestra ciudad, de nuestra patria, otro cuerpo más para el espíritu. Un segundo cuerpo del alma. Lo pienso, solo y en silencio, en esta cuarentena