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No sé muy bien cuándo empezó. Quizá fue hace años, pero solo hasta ahora caí en la cuenta. De un tiempo a esta parte, bajo a los contenedores de reciclaje del cuarto de basuras de mi edificio el triple de bolsas amarillas que azules. Diría incluso que la proporción es aún mayor, puesto que la mayor parte de las veces la bolsa azul, la de los residuos orgánicos, ni siquiera está llena y son los efluvios que desprende los que me obligan a deshacerme de ella. Por el contrario, las bolsas de residuos plásticos, la amarilla, va siempre a rebosar. También recientemente he descubierto para mi sorpresa que disponemos del doble de contenedores de basura para residuos plásticos que para la basura de toda la vida. En definitiva, aunque sea un misterio, el plástico en sus distintas variantes inunda nuestras vidas. Cuanto más desarrollados, peor. Esto no es bueno ni malo si hiciéramos un buen uso de ellos y cuidáramos sus residuos como si fueran barras de plutonio enriquecido. Al fin, los plásticos son, en su medida, igual de radiactivos para el medio ambiente y, en buena lógica, para nuestras vidas.
Les he dado ya la paliza en varias ocasiones sobre la inmensa isla de desperdicios del tamaño de Francia que vaga por el Océano Pacífico sin que nadie ansíe su conquista y plante su bandera. También les he torturado sobre la cantidad de microplásticos y demás desperdicios de compleja degradación que nos tragamos a diario a través del pescado que consumimos, cada vez más contaminado. Permítanme que hoy les cuente que la saturación de basura plástica es tal que varios países asiáticos han comenzado a devolver los cargamentos que les colocaban los países más desarrollados.
Todo empezó en noviembre de 2018. Entonces, las autoridades de aduanas españolas detectaron un cargamento de desperdicios “reciclables” con destino a Malasia sin las pertinentes autorizaciones. Pero cuando las autoridades se dispusieron a inspeccionar la carga, la basura ya había partido hacia Asia. Dos meses después, la ministra de Energía, Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente malaya, Yeo Bee Yin, denunciaba que entre los residuos troceados y no reciclables se encontraban virutas de aluminio. Este caso destapó la realidad de las empresas de reciclaje europeas, que no dan abasto para tratar toda la basura pese a que las empresas que utilizan plásticos están obligadas a pagar un impuesto para el reciclaje de los envoltorios y envases. El destino final del excedente: países asiáticos donde finalmente se queman los residuos.
Hace unos meses fue Filipinas la que devolvió a Canadá más de un centenar de contenedores que, supuestamente, contenían plásticos reciclables y en realidad estaban atiborrados de basura sin futuro, desde pañales hasta electrodomésticos, todo susceptible de ser quemado. Malasia ya ha comenzado a devolver 450 toneladas de basura no reciclable enviada desde todo el mundo desarrollado, desde EE. UU. o toda Europa hasta Japón, Australia y Arabia Saudí. Malasia ya no puede engullir más basura. Sus importaciones de plástico se han triplicado en tres años. En 2018 recibió 870.000 toneladas por las 168.000 de 2016. Los barcos que cruzan el Pacífico con basura de Estados Unidos son los más numerosos en los puertos malayos (195.000 toneladas el año pasado). Después están los contenedores con plásticos de Japón (104.000) y de Reino Unido (95.000). Y en octavo lugar figura España, con más de 20.600. China también ha comenzado a barrer su basura en el extranjero después de que en julio de 2018 decidiera no aceptar más importaciones.
La mierda ya no nos cabe bajo la alfombra y su próximo destino será África. Y cuando ya no quepa más, la enviaremos al espacio, donde orbitan una buena cantidad de residuos. Debemos cambiar, desde dejar de consumir botellas o bidones de agua embotellada en plástico siempre que sea posible, a exigir a nuestros políticos que desarrollen una economía 100 % reciclable, algo caro pero posible. De lo contrario, corremos el riesgo de que, tras los muros de nuestras muy pulcras casas, vivamos rodeados de basura.