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Columnistas | PUBLICADO EL 29 agosto 2019

Todos éramos Woodstock

Por óscar domínguezoscardominguezg@outlook.com

Hace 50 años, cuando estalló el tsunami llamado Woodstock, los muchachos de entonces teníamos la calle y la libertad por cárcel como los asistentes al festival gringo.

Si no éramos felices tampoco éramos documentados. Sin papeles, nos sentíamos exonerados de trabajar. El trabajo lo hizo Dios como castigo (gracias, Negrito del Batey).

Los mechudos que levantaron carpa tres días en Woodstock tampoco aceptaban responsabilidades laborales. Papá pagaba la cuenta.

A los 23 años andaba medio despistado existencialmente. De pronto despertaba como el niño que se escapó de la mano de mamá. Curiosa forma de demostrarme que estaba vivo.

Muchos salimos aptos para el ejército. Como estábamos alzados en almas entramos en la clandestinidad para decirlo pomposamente. Nunca nos buscaron.

Sin saber mucho de Gandhi, la no violencia era nuestro credo. En la jerga militar éramos conscriptos. En las mismas andaban los mechudos de Woodstock con su música de acuario. Su divisa era hacer el amor y no la guerra con una flor en la mano.

En el Medellín de los años sesenta había relativa paz pero para hacer el amor había que pelar muchos cocos con la uña. Las bellas no daban ni la hora. Salvo que hubiera sospecha de “mártirmonio” algo que estaba a años luz de nuestras prioridades.

Para perder la virginidad el varón domado sesentero tenía que hacer el amor con “pájaras de la noche” pagando tarifa de estudiante. La revolución sexual tardaba en llegar.

Para llegar a la tierra prometida del “volcán de tu seno arriba de tu cintura” en las fiestas de ron con Coca-Cola tocaba esperar a que sonaran en la radiola Los Panchos o Los Romanceros.

Los ojos de las suegras les respiraban en la nuca a los enamorados para evitar que se alborotara la libido y hubiera embarazosos embarazos de por medio.

Apoltronados en el sillón de enfrente, suegras había que perforaban huequitos en las oes de El Colombiano para monitorear a las parejas.

Los novios iban a misa dominical. A la hora de la elevación, el sujeto sacaba el pañuelo blanco y lo tendía en el piso para evitar que su amada contaminara sus frágiles rodillas al contacto con el prosaico suelo.

En la Universidad de Antioquia los más audaces soñaban con tumbar el sistema. Lo mismo ocurría en Woodstock. En las huelgas estudiantiles orquestadas por el chiverudo Marulanda, Acosta, Flórez, Múnera, Castrillón, Gartner, jíbaros improvisados compraban en Lovaina eso que el presidente Clinton fumaba pero no aspiraba. En Woodstock se la fumaron toda.

Beatles y Rolling Stones le pusieron banda musical a esa generación. Los boleros salieron por chatarra. Como Dios, Woodstock estaba en todas partes.

La rebeldía duró menos que un suspiro. El establecimiento nos esperaba con su mermelada laboral. Como los colegas de Woodstock los mechudos de entonces andamos hoy de mucho envejecimiento y ennietecimiento lícitos. Nadie nos quita lo bailao.

Óscar Domínguez Giraldo

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