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Quiero provocarles. En especial si son ustedes de esas personas incapaces de aguardar en disciplinada y marcial fila a la entrada de un teatro. O de mantener la posición en la caja de pago del supermercado al ver que hay otra que aparenta avanzar a velocidad supersónica. Quiero provocarles no porque deteste a quienes cambian constantemente de carril en un atasco, en la vana creencia de que aprovecharán mejor su vida si ganan unos milímetros en la carrera hacia ninguna parte, sino para que juntos participemos de la catarsis reveladora contra la inmediatez que vivimos. Para rebelarnos contra la vorágine a la que nos ha llevado la tecnología, que nos convierte en seres sin perspectiva, angustiados, obsesionados y ansiosos.
No seré yo quien vomite contra estos tiempos. Quienes me conocen y leen estas columnas saben que no tengo afán alguno de convertirme en una momia prehistórica. Celebro el progreso cada día y creo de veras que el mundo avanza, y es un lugar mejor y más humanizado que ayer. Sin embargo, debemos tomar conciencia de algunos peligros que nos están transformando en seres infelices cuando tenemos todo a nuestra disposición para la dicha. Y es que la facilidad con la que hoy día realizamos tareas que hace apenas diez años requerían un trabajo hercúleo nos está deformando el carácter y dejándonos más flojos que el sobaco de un churrero.
Cualquier actividad cotidiana me serviría para exponerles cómo la tecnología nos ha convertido en unos niñatos caprichosos. También en unos insatisfechos, porque si no logramos lo que queremos de forma súbita hacemos pucheros como bebés y si lo obtenemos al instante tampoco nos sentimos plenos, puesto que hemos perdido el control sobre el proceso para obtener ese fin. Enrevesado, pero el ejemplo de Tinder servirá para deshacer el entuerto.
Resulta que nuestros jóvenes y no tan jóvenes frecuentan cada vez menos los tugurios donde tradicionalmente se habituaba a alternar para desplegar el noble arte del coqueteo, una fórmula algo más sofisticada que el cortejo animal. Por contra, utilizan Tinder y otras aplicaciones de ese estilo para ligar con un simple “match”. Vamos, que sin mover el trasero y con más filtros que en Instagram, la peña se encama con desconocidos sin pasar ningún polígrafo y así, sin red, van pasando de uno a otro con un clic de móvil. Sin embargo, una vez satisfecho el impulso, solo queda la ingravidez. El vacío de quien logra todo sin sudor. De quien solo pide comida rápida a domicilio y jamás se ocupa de entender cómo maridan las carnes, los jugos y las especias. Cómo se conforman los sabores y los olores.
La tecnología nos facilita realizar en un día procesos que antes nos llevaban semanas y hasta meses. Hoy, somos capaces de producir más y mejor que nunca, pero también de perder la conciencia de para qué lo hacemos. Volamos. La mayoría del tiempo sin sentido. Y cada día nos parecemos más a esas ratas de laboratorio que corren histéricas sobre una rueda hacia ninguna parte. Con todos nuestros caprichos cubiertos, pero sin objetivos. Habrá a quien le apasione vivir así y lo respeto, pero a mí me gusta saborear un buen café, y dos si hace falta, con la vista perdida en el trajín ajeno. Y tumbarme a ver crecer la hierba como un bobo. Por eso prefiero dejarme hechizar por los ojos lejanos de una mujer sin pedir nada a cambio que por las curvas exprés del Tinder. Demasiado fácil.