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Columnistas | PUBLICADO EL 09 febrero 2023

Sumatoria de excusas

Gozo con el producto final sin dejar de preguntarme qué habría pasado si mis ganas de ser gimnasta hubieran sido más grandes que mis excusas para no serlo.

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

¿Saben qué tienen en común una función de ballet, un cohete en ascenso hacia el espacio, un concierto musical y una carrera de fórmula 1? Que nos hacen vibrar de tal manera que soñamos con convertirnos en bailarines, astronautas, músicos y pilotos. Sin embargo, se pone uno a hacer cuentas, y hay poca gente dedicada a ese tipo de actividades tan soñadas. La razón es que al apreciarlas como simples espectadores gozamos de un producto terminado, pero somos incapaces de ver lo que esconden tras bambalinas: las horas de entrenamiento, las vacaciones y paseos sacrificados, los madrugones, las dietas especiales, las lesiones, los miedos, la presión, son tan solo algunos de los elementos que permanecen ocultos al público. Nada que valga la pena es fácil de conseguir y eso, paradójicamente, es parte del encanto. Razón tenía Stevenson cuando dijo que el conocimiento no está en el fondo de un pozo ni el extremo de un telescopio. Hay que ir mucho, mucho más hondo para obtenerlo.

Tenía siete años cuando vi una película sobre Nadia Comaneci y, de inmediato, soñé con ser gimnasta. Al otro día empecé clases dos veces por semana. Aunque resulté ser buena, estaba lejos, lejísimos de obtener un diez. Habría podido ir a unos nacionales, pero entonces habría tenido que entrenar mínimo cuatro horas todos los días. Cuatro horas. Todos los días. Ni soñar con vacaciones. Ni fines de semana. Ni atracones de helado y chocolate. A los doce años paré de entrenar sin haber logrado nada importante, pero me quedó el vicio de seguir los campeonatos por televisión. Gozo con el producto final sin dejar de preguntarme qué habría pasado si mis ganas de ser gimnasta hubieran sido más grandes que mis excusas para no serlo.

Desde hace un par de años soy profesora de escritura. He tenido muchos alumnos, que saltan de curso en curso y no logran finalizar ningún proyecto literario serio. Con solo unos meses de clases encima, algunos comienzan a flaquear hasta que terminan desertando. A veces cuestiono a los que considero verdaderamente talentosos porque me parece un desperdicio tener un don natural y no sacarle provecho. Siempre recibo las mismas respuestas: yo sí quiero escribir, pero no sabía que una novela demandaba tanto trabajo; sueño con publicar un libro pero no me alcanza el tiempo para escribirlo; tengo una historia muy buena pero no me siento capaz de contarla. Ante eso yo siempre les digo lo mismo: cuando uno verdaderamente quiere algo solo necesita una cosa. ¡Atención! Una sola cosa: Ganas. Ganas feroces. Ganas mortales. Bukowski lo expresó mucho mejor: «Encuentra algo que te guste y deja que te mate». De resto, quedan las excusas. Echar mano de la conjunción más odiosa: el pero. En El secreto de sus ojos, un personaje de Eduardo Sacheri lo expresa mucho mejor: «El pero es la palabra más puta que conozco. Te quiero, pero...; podría ser, pero...; no es grave, pero... ¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era, o lo que podría haber sido, pero no es». Por eso es que todos podríamos haber sido astronautas, pilotos, músicos y gimnastas, pero no lo fuimos por andar sumando peros.

Sara Jaramillo Klinkert

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