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Columnistas | PUBLICADO EL 27 septiembre 2019

SOCIEDAD, TECNOLOGÍA Y MERCADO

Por LUIS FERNANDO ÁLVAREZ J.lfalvarezj@gmail.com

No se trata de establecer contradicciones ni rechazos, sino de encontrar un justo medio de complementación. No cabe duda que la sociedad enfrenta un tremendo reto: la asimilación y aprovechamiento de los avances tecnológicos sin que ello implique la negación de los valores intrínsecos a la convivencia. El mundo de hoy debe también mirar con respeto y coherencia las necesidades y limitaciones de la economía de mercado.

Parece que en medio de la confusión, las sociedades caminan desesperadamente hacia su propia destrucción. En muchos sectores se concibe la tecnología como un elemento de contradicción frente al desarrollo del hombre. Advertía el presidente Duque en una reciente intervención en la Universidad Pontificia Bolivariana, que una cosa es el desarrollo tecnológico pero la tecnología no puede reemplazar el ingenio y la inventiva del hombre. No es la máquina la que piensa, es el hombre quien la programa para adelantar determinados comportamientos en distintas clases de escenarios.

En el campo de la ciencia jurídica, a través de la historia se ha planteado un tema que hace poco se repetía en nuestra universidad y que hoy debe ser objeto de profunda discusión en la academia: la diferencia entre el jurista y el abogado. Desde siempre el jurista es concebido como el pensador del derecho, la persona que por encima de intereses individuales y coyunturales, se forma para profundizar el concepto de lo jurídico. El abogado es quien, con mayor o menor profundidad conceptual y manejo de fuentes, sabe elaborar juicios de análisis para sacar adelante los planteamientos e intereses de su cliente.

La tecnología parece estar hecha fundamentalmente para ayudar a este último, cuando en realidad debe ponerse al servicio del pensamiento total, pues el abogado no puede convertirse en un simple manejador o manipulador de “inputs” con miras a obtener de manera automática, rápida y supuestamente segura, determinados “outputs”. El derecho como realizador de la justicia debe aprovechar la tecnología, pero ésta no puede suplir al jurista.

Igual sucede con las reglas del mercado, por ejemplo, en su esencia la economía naranja no puede consistir en utilizar la tecnología en provecho de una clase media culta capaz de adquirir una vida de lujo mediante el uso de la fuerza tecnológica en habilidades como el arte, la música, el canto, el dibujo, las transacciones comerciales y la virtualidad. Desde el punto de vista político debe haber claridad sobre su aporte al desarrollo y a los principios que orientan la solidaridad social.

En este orden de ideas, los avances tecnológicos en los distintos campos del saber, como la educación, no pueden atenderse únicamente con criterios de competencia económica, es necesaria una reflexión político-filosófica sobre el modelo de sociedad que se está construyendo y se quiere proyectar, pues el desarrollo sin fundamentos axiológicos, puede agudizar distanciamientos y exclusiones cuyas consecuencias nocivas no estamos en capacidad de evaluar. El pensamiento no puede dejar de ser un valor autónomo para convertirse en una simple mercancía al servicio del mercado.

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