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Columnistas | PUBLICADO EL 11 noviembre 2021

RELACIONES CÍVICO-MILITARES

Por HENRY MEDINA U.medina.henry@gmail.com

La retención de 180 soldados del Ejército Nacional por campesinos cocaleros en municipio de Tibú, área del Catatumbo limítrofe con Venezuela, el pasado 28 de octubre, es un hecho grave y sintomático de realidades complejas que deben ser analizadas a profundidad. Sin embargo, pasó prácticamente desapercibido para la opinión pública, normalmente sumergida en su cotidianidad, desentendida de lo trascendental, y ahora atenta a la dura lucha política que se avecina por la presidencia de la República.

La unidad militar se encontraba cumpliendo funciones que le son propias, de control territorial, vigilancia de la infraestructura petrolera y protección de otras unidades comprometidas en tareas diferentes, en esta ocasión relacionadas con la erradicación forzosa de cultivos de coca.

Los 600 campesinos que retuvieron ilegalmente por 36 horas a los soldados son personas dedicadas al cultivo de la planta de coca, protegidos por o en contubernio con el Frente 33 de las disidencias de las Farc, que exigen que la erradicación se haga en forma gradual y concertada. Pudo haber ocurrido un hecho aún más lamentable, con decenas de muertos y acrecentamiento de la animadversión de esas poblaciones hacia la Fuerza Pública, si no se hubiese dado la acción disciplinada, prudente e inteligente de la tropa, no entrenada para reprimir el crimen con la lógica de la guerra.

No es el primer caso en que comunidades se organizan para enfrentar la acción de los soldados y, hay que advertirlo, este tipo de hechos repudiables puede seguir en aumento si no se hace un análisis juicioso desde la óptica de las relaciones cívico-militares, el rol del Ejército en la ejecución de determinadas políticas públicas y el consecuente efecto en la opinión pública. Las encuestas de los últimos meses muestran un significativo deterioro en estos factores.

Dentro de un modelo democrático aún en construcción, con preocupantes indicadores de injusticia y violencia, la función de las Fuerzas Militares no debe ser la de resolver problemas resultantes de políticas públicas equivocadas, pues ello las pone en alto riesgo.

Debemos evitar que el respeto, admiración y apoyo de la sociedad por su Ejército se afecte negativamente. Las relaciones del soldado con los demás ciudadanos de nuestra sociedad deben ser de mutuo respeto y colaboración. El campesino debe encontrar en el soldado un protector y no verlo como un obstáculo para sus justas aspiraciones; el soldado, a su vez, no debe nunca ver en el campesino a su enemigo.

Si bien el presidente es el jefe supremo de las Fuerzas Militares, la obligación superior de ellas es con la sociedad y con los intereses de la Nación, que en sana lógica se confunden. La norma debe excluir la posibilidad de un falso dilema entre servir a la patria o ser obsecuente con el mandatario de turno, cuando eventualmente estos dos aspectos no coincidan. Tampoco puede consentir que organizaciones ilegales y violentas nieguen la intención de usurpar el poder político, pero ejercen toda su capacidad para someter a los gobiernos locales a sus intereses y conveniencias.

En resumen, las relaciones cívico-militares y la política antidrogas son temas obligantes en los debates públicos en el camino a la Presidencia y de ellos debería surgir el compromiso de un cambio de enfoque y de estrategia, buscando como resultante el fortalecimiento de las Fuerzas Militares, basado en la precisión de sus funciones y tareas, acordes con las expectativas de la sociedad y la conveniencia de los intereses nacionales

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