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Por MARIOLA URREA CORRES
El ruido que escucho mientras escribo es el propio de una animada terraza de verano. La cafetería cambió de nombre hace tiempo, pero a mí todavía me cuesta renunciar al original Mónaco. El ambiente es relajado mientras los clientes leen el periódico y disfrutan del primer café de la mañana. La escena describe una realidad que, al margen de elementos costumbristas, se define anodina, por obvia y natural. Pero ni es tan obvia, ni mucho menos natural, en otras partes del mundo. Las noticias que llegan de Afganistán sirven para confirmarlo.
Que la vida transcurra con cierta despreocupación y un mínimo de tranquilidad es posible únicamente cuando hay seguridad. Un bien público que no surge por generación espontánea, ni se mantiene sin la inversión adecuada. Algo que parece necesario recordar cuando se disfruta de ella, aunque sea muy evidente si desaparece. En suma, vivir con seguridad es el resultado de una acción política coordinada dentro y fuera de nuestras fronteras, que exige un firme compromiso, además de recursos suficientes y permanentes en el tiempo para hacerla sostenible. También es preciso diseñar procedimientos de control adecuados si se quiere garantizar su eficacia. Por ello, los Estados democráticos dotados de estructuras institucionales sólidas y con una ciudadanía crítica son los sujetos políticos aptos para proveer seguridad, sin comprometer hasta límites inaceptables el ideal de libertad personal. Algo que en modo alguno están en disposición de garantizar esos otros sistemas de corte iliberal.
También la Unión Europea, por su condición de organización internacional de integración y su vocación de actor global, es un sujeto político y jurídico que dispone de instrumentos suficientes para poder contribuir significativamente en términos de seguridad. Así, las consecuencias que previsiblemente arrojará el polvorín de Afganistán constituyen una oportunidad para validar esta afirmación después del estrepitoso fracaso de la Comunidad Internacional sobre el terreno. No me detengo ahora en subrayar el bochorno que representa un país gobernado por talibanes tras veinte años de presencia internacional. Con todo, la urgencia de atender la dimensión humana de la tragedia que representa en lo inmediato la llegada de refugiados me hace insistir ahora en la necesidad de que la Unión Europea, y también España, acierten al administrar una respuesta adecuada para cada una de esas personas que han aterrizado en nuestro país. No se trata solo de un ejercicio de solidaridad internacional, es una expresión de ese pragmatismo basado en principios que orienta la acción exterior de la Unión y que debería contribuir —con conversaciones con los talibanes o sin ellas— a hacer del mundo un espacio más esperanzador en términos de seguridad humana