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Navidad es silencio. Y los días de diciembre son (deberían ser), a pesar del ruido, la música y los estallidos de pólvora que los invaden, una convocatoria al silencio. Uno, aturdido por esa barbaridad ruidosa que se desata, podía preguntarse qué es el silencio.
El verdadero silencio nace dentro y trae paz interior si se acompaña con actitud de humilde despojamiento, de liberación espiritual. Cuando en el lago manso de la libertad interior brota la flor de loto del silencio, todo el entorno se llena de tranquilidad, de apaciguamiento. Un silencio dulce, tierno, sonreído, a veces tímido, que contagia serenidad. Muy distinto de los silencios pugnaces y hostiles, más heridores que las mismas palabras, de quienes callan por resentimiento, por orgullo, por desprecio. Silencios amargos que son celdas enrejadas de una cárcel.
El silencio que emboza un egoísmo es una tortura; el silencio, como desprendimiento del yo, es un paraíso. Un silencio, este último, que perdura aún en medio de las palabras y los ruidos, que no se deshiela al calor del bullicio. Es más, la verdadera palabra, los sonidos auténticos, brotan de esos silencios llenos de amor y de asombro. Solo el que ama tiene derecho a la palabra; solo el que se asombra tiene derecho al grito y al gemido. El verdadero silencio es “música callada”, “soledad sonora”, para echar mano de San Juan de la Cruz, maestro de silencios y maestro de palabras.
Cada uno es el inventor, el creador y el curador de su propio silencio. Porque el silencio siempre es biográfico. Pero hay una forma de crear o propiciar el ámbito para que nazca ese silenciamiento personal. Es la vivencia mística que, -vale la pena aclarar- si bien suele tener una referencia religiosa, no necesariamente implica adhesión a una fe o a un credo.
La vivencia mística es un encerrarse dentro de sí mismo, un replegamiento hacia la interioridad. Y allí, la mirada contemplativa que lo hunde a uno en el silencio y crea el ámbito para el asombro, sea de adoración a la divinidad, sea de apertura comprensiva a la realidad humana o a lo cósmico.
Eso, en terminología espiritual, se llama oración de quietud, mirada amorosa. Todo, en la vida, tarde o temprano lleva allí. Y ese es el silencio. Aun en medio del ruido, por más asediado que esté de palabras, aunque se sienta atiborrado de los sentimientos y las pesadumbres de la condición humana, el que es silencioso sabe que su actitud de tierno asombro antes las cosas, los casos, la personas y los hechos, ante Dios mismo, es un alambique que acaba destilando serenidad y sosiego