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Quienes crecimos entre boleros y a su ritmo vivimos las más bellas, por estúpidas, experiencias de la vida. Oírlos es una vivencia tan frágil que en ese mismo aroma de fugacidad en que se consumen tiene su grandeza.
Por Ernesto Ochoa Moreno - xsadd@adsasdasdasd
Dos puentes festivos seguidos, además del aburrimiento nos dan también la posibilidad de perder el tiempo (¿o ganarlo?) haciendo cosas que podrían ser tachadas de inútiles, como sentarse a oír música vieja. Boleros, para más señas.
Entonces esos boleros viejos, como las cigüeñas, regresan a sus nidos, vuelven a posarse en los techos añosos, en espadañas de templos ya vacíos. Y sus aleteos despiertan adolescencias perdidas, inútiles tristezas, romanticismos redivivos que en realidad no existieron pero que no queremos dejar en manos del olvido y utilizamos como viñetas para adornar la melancolía. Una melancolía que llamamos nostalgia para disimular que ya no existe la alegría.
Es curioso este intento por arañar el pasado. Unos lo disfrazan de eruditismo fastuoso; otros, enarbolando ascetismos trascendentales, lo degüellan de un tajo. En el fondo, lo hacemos porque todos somos fugitivos de un miedo: el miedo al futuro los que se quedan rezagados en el pasado; el miedo a ese pasado los que entonan himnos a un futuro que ya no les pertenece a ellos tampoco. Un miedo doble que se llama soledad.
Y la soledad, que conste, tiene nombre de bolero (Hola, soledad). Quienes crecimos entre boleros y a su ritmo vivimos las más bellas, por estúpidas, experiencias de la vida, no nos explicamos que en algún momento la gente se ponga a pelear o discutir por el valor de un bolero, de un pasillo o de un tango. Oírlos es una vivencia tan frágil que en ese mismo aroma de fugacidad en que se consumen tiene su grandeza.
Librar batallas por causas tan simples que quedan destruidas apenas las magnifican, nos está demostrando que mirar hacia el pasado no es malo ni que enfrentar rabiosos el futuro sea mejor, sino que mientras no se pruebe lo contrario, perder el sentido de las proporciones es una falta de inteligencia.
En fin, concluyo esta inesperada y medio torpe reflexión (¿diatriba o alabanza del bolero?) sobre el pasado, el futuro, la nostalgia y la melancolía que se agazapan en el hecho de ponerse a escuchar música vieja. Resulta que un bolero no es sino un bolero. ¿Para qué recargar las emociones simples de arandelas innecesarias? ¿A qué esta enfermiza necesidad de ponerle altoparlantes a los sentimientos sencillos de la vida?
Por lo demás, que yo al oír un bolero no pueda menos de evocar el pasado y empiece a nacer detrás del corazón una mínima nostalgia no significa ni que esa música es eterna, ni que yo esté cometiendo un pecado de les futuro. Quizás, simplemente, esté escuchando un bolero. No más.