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Columnistas | PUBLICADO EL 13 noviembre 2021

Nicaragua, una idea grande en un baratillo

Por José Andrés Rojo redaccion@elcolombiano.com.co

Ahora que el infame espectáculo se ha consumado y que Daniel Ortega y Rosario Murillo se han amarrado al poder el pasado domingo en Nicaragua, es inevitable volver sobre las transformaciones que se han operado en el sandinismo para convertir los sueños que alimentaron aquel movimiento en lo que hoy no es nada más que una grotesca caricatura de lo que un día fueron esperanzas de libertad y justicia. El 20 de julio de 1979 las columnas guerrilleras entraron triunfales en la Plaza de la República de Managua. Venían de una larga lucha y habían conseguido derrotar a Somoza. En “Adiós, muchachos”, las memorias de uno de los protagonistas de aquella gesta, Sergio Ramírez recrea la atmósfera de esos días. “Era, de verdad, una conducta extraña, un cambio radical de costumbres, de hábitos, de comodidades, de estilos de vida, de sentimientos y de percepción del mundo”, escribe sobre los que se volcaron en el desafío de acabar con el “corrupto y obsceno” despliegue de “lujos y riqueza” de la dictadura somocista.

“La Arcadia de los primeros meses estaba teñida de una inocencia sin cálculaos”, explica Ramírez en su libro, y habla del compromiso en el que se habían embarcado y que no tenía vuelta atrás. Todo o nada. Lo que ocurrió por el camino fue duro. Sergio Ramírez se refiere, por ejemplo, a los disparos de las tanquetas y los balazos de las ametralladoras y fusiles con los que las tropas de Somoza liquidaban a los rebeldes, muchos de ellos jóvenes.

Durante los años sesenta y setenta del siglo pasado confluyeron una serie de factores que convirtieron aquella época en un enorme laboratorio de cambios radicales. Los jóvenes irrumpieron en el mundo con el afán de transformarlo con urgencia. Los sandinistas formaron parte de esa corriente. Acabaron con la dictadura de Somoza, y luego las cosas se torcieron y se cometieron errores. “La revolución no trajo la justicia anhelada para los oprimidos, ni pudo crear riqueza y desarrollo; pero dejó como su mejor fruto la democracia, sellada en 1990 con el reconocimiento de la derrota electoral”, apunta Sergio Ramírez.

Es esa democracia la que Ortega y Murillo han dinamitado. “¡No era eso a lo que aspirábamos! ¡No, no era eso, en absoluto!”, dice uno de los personajes de “Los demonios” de Dostoievski cuando observa cómo sus proyectos para cambiar a Rusia se han ido al garete. Una idea grande, “y uno tropieza inopinadamente con ella en un baratillo, toda desfigurada, cubierta de lodo, en ridículo atavío”. Por altisonante que sea la jerga revolucionaria que siguen empleando Ortega y los suyos, no era eso, no es eso. Y le toca a la izquierda subrayarlo con la mayor contundencia y determinación 

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