Pico y Placa Medellín
viernes
3 y 4
3 y 4
Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com
Desde que su madre había muerto, Martín y su papá cada quince días hacían un viaje para visitar a su abuelita y se regresaban en el mismo metro al día siguiente.
Un día, Martín le dijo a su papá —Ya soy un niño grande ¿Puedo ir a visitar a la abuela yo solo? Él lo pensó un rato y finalmente dijo que sí. Lo acompañó hasta la estación y cuando el metro estaba por pasar, se arrodilló para recordarle todos los detalles de la ruta. —¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Me lo has dicho como mil veces! —respondió el niño.
El metro llegó y justo antes de que cerrará las puertas, el papá lo abrazó como para meterse en su pequeño pecho y le susurró: —Si te sientes asustado o inseguro, esto es para ti—y metió algo en el bolsillo del jean.
Ya Martín iba en el metro, solo, por primera vez, tal como quería. Como lo había pedido. Miraba por la ventana el paisaje diluido por la velocidad y sentía algo parecido a que su infancia también quedaba atrás. El sueño de lo que creía era ser grande, se hacia realidad... hasta que empezó a sentir la verdadera realidad.
La gente lo empujaba al pasar. Muchos hablaban en voz alta, con escándalo. Otros sentía que lo miraban sospechosamente. El calor se volvió más intenso, las manos le sudaban, le faltaba el aire. Estaba aturdido. Con cada minuto que pasaba, tenía más miedo y se sentía más solo. Lejos de todo, cerca a nada.
Bajó la cabeza y sintió ganas de llorar. Entonces recordó lo que su padre había puesto en su bolsillo. Con las manos temblorosas, encontró un pequeño pedazo de papel.
“Hijo, estoy en el último vagón del metro”.
Hay amores que saben quedarse cerca sin estorbar. Presencias que no necesitan imponerse para hacerse sentir. El tipo de amor que no se confunde con control y no necesita demostrarse con vigilancia, sino confiando.
Saber acompañar sin invadir es una forma refinada de madurez emocional. Significa aceptar que no somos dueños del camino de nadie, aunque caminemos a su lado. Que podemos estar presentes sin despojar al otro de su autonomía ni exigirle que lo haga todo a nuestra manera.
Sucede con los hijos, pero también con las parejas, los amigos, los hermanos.
A veces amar no es intervenir, sino dar espacio. Saber cuándo callar o dejar que el otro se equivoque, pero sobre todo, es simplemente mantenerse cerca, por si algo duele o asusta.
La madurez afectiva no se trata de resolverle la vida al otro, sino de estar ahí cuando el ruido del mundo asusta o el silencio lo invade todo. Se trata de asimilar que no se ama menos por dar espacio, ni se cuida más por controlar. Que el vínculo más fuerte no se impone, se cultiva desde la confianza. Aprender a viajar en ese “último vagón”, es la forma más sublime de acompañar sin interrumpir el viaje.