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Borrón y cuenta nueva

hace 14 horas
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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com

Hubo una época en que las máquinas de escribir eléctricas eran el estándar de la tecnología de punta en el mundo. Pesadas estructuras con una cinta de carbono y teclas sensibles que facilitaban el error pero no lo perdonaban. Una sola letra mal puesta podía echar a perder todo el trabajo escrito y exigía rehacer el documento desde cero.

Era la década del cincuenta y Bette Nesmith Graham no solo se enfrentaba al reto de ser madre soltera, sino al de ser secretaria ejecutiva en uno de los bancos más prestigiosos de Texas. Allí un error podría salir muy caro.

Ella nunca se graduó del colegio pero, tras su divorcio, volvió a la escuela nocturna y fue allí donde tomó las clases necesarias para su oficio de secretaria, que por vocación combinó con clases de arte. Una vocación que terminaría por convertirla en el ángel salvador para millones de personas en el mundo, incluso hoy, cuando los dinosaurios de cintas de carbón prácticamente se han extinguido.

Bette actuó por miedo al error. Los borradores de la época, además de no eliminar lo mal escrito, lo maximizaban. Los manchones de tinta no se podían disimular y la necesidad de corregirlos incluso llevaban a romper el papel. Eran épocas de cartas dictadas. Pedirle al jefe repetir sus palabras o una espera para iniciar nuevamente, una causal de despido. Era algo que no podía permitirse. Cada hoja por escribir era una prueba de supervivencia.

Pensando en ello notó algo que cambiaría su historia y la de millones de letras mal tecleadas. Era diciembre. Las vitrinas se llenaban de decoraciones. Pinturas hechas a mano, con esmero. Los artistas creaban diseños únicos y allí estaba ella un día viéndolos trabajar en el ventanal de la oficina. Era una curiosidad nacida de su vocación. Vio como al cometer un error, en lugar de intentar borrar, permitían que la pintura se secara y pintaban sobre ella. Una fórmula sencilla.

Al llegar a su casa esa noche buscó entre sus materiales de arte de la escuela nocturna las pinturas necesarias para mezclar y lograr el mismo blanco del papel. Al conseguirlo, usó uno de sus frascos de esmalte con la pequeña brocha para rellenarlo con la mezcla. Fue un éxito en su propósito y las compañeras que compartían el pánico al error, empezaron a hacerle encargos.

La jornada laboral se dividió entre sus funciones y su emprendimiento, hasta que fue despedida por un error que estaba perfectamente escrito. “Mistake Out Company” fue el nombre que puso a su pequeña empresa y fue el que puso por confusión en una carta oficial en lugar del nombre del banco. No tuvo más opción que vivir de los errores.

Ese año, 1958, su invento ganaba un gran reconocimiento y ella, en búsqueda de la patente, decidió cambiar el nombre de su compañía a uno que describiera mejor su función. Literalmente la llamó Papel Líquido, en inglés, Liquid Paper. Años después, vendió su empresa de correctores por 47 millones de dólares -210, al valor actual-.

Bette nunca vendió un corrector. Vendió el derecho a equivocarse y volver a empezar. Feliz 2026.

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