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La muerte me ronda. Hace dos semanas despedimos a Juan Cristóbal Mejía. Antier, a Ofelia Penagos, dos amigos que encontré por caminos muy distintos y que me dejan, cada uno a su manera, una gran certeza: Conocerlos y tenerlos cerca fue un privilegio de la vida. Pero no voy a escribir una columna del tipo “no hay muerto malo”, entre otras razones porque no me alcanzaría esta cuartilla para hablar de un hombre con una inteligencia prodigiosa y de una mujer espléndida que se daba a los demás sin límites, sino porque ambos me inspiran otra reflexión: ¿Qué nos dejan las personas que fallecen, además de dolor y tristeza por su ausencia física? El dolor y la tristeza pasan, afortunadamente. Lo que nos dejan es un patrimonio espiritual incalculable: la amistad, el amor, los valores que regían su vida y esos rasgos particulares de su personalidad que las hacían tan únicas, como los abrazos que me daba el uno, hasta dejarme sin aliento, o las historias de la otra, sazonadas con generosas dosis de palabrotas altisonantes, como si fueran la sal y la pimienta de sus aventuras.
Los seres humanos vamos llenando la vida de contenidos, de intentos, de fracasos, de logros y de satisfacciones cuando no dejamos perder la curiosidad ni el gusto por descubrir la belleza de las cosas, que puede estar en un cultivo florecido de lavanda o en la sonrisa cansada de un anciano que agradece un poco de atención. Cuando valoramos y respetamos al otro, porque nadie es más grande ni más pequeño que nadie, sin subestimar ni sobreestimar a ningún ser humano, ni por sus creencias ni por sus descreimientos.
Cuando somos solidarios. Aunque a un montón los tiene sin cuidado, en esta sociedad egoísta y desequilibrada hay personas bondadosas que intentan hacer esa brecha más pequeña, y no quitándoles a los que más tienen, como quisieran algunos, sino creando oportunidades para todos.
Cuando descubrimos el gusto de usar las manos para sostener un libro, amasar un pan, tallar un trozo de madera, tejer una colcha de crochet o sembrar una planta y observar sus cambios imperceptibles cada mañana. Cuando somos capaces de ceder, porque nadie tiene la verdad completa y porque la convivencia cada tanto así lo exige, sin que hacerlo signifique debilidad.
Cuando amamos a la familia como la más grande fortuna que podamos atesorar, cuando defendemos nuestros principios y nuestras convicciones hasta con los dientes, sin llegar al extremo de morder a quienes no los compartan.
¿Sueno muy santa Teresa de Calcuta? Pues sería muy chicanera si dijera que reúno todos los ingredientes para la receta de una vida con sentido, pero lo intento.
Y conste que no tengo afán de morirme, pero cuando llegue la hora, espero no tener asuntos inconclusos. Deseo haber entregado ya todos los amores, los abrazos y los besos; haber recibido y dado todos los perdones; haber pagado mis deudas y cumplido todas mis obligaciones. Entonces podré cerrar mi ciclo vital en paz y volverme un recuerdo, ojalá bonito, para quienes vienen detrás .