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Columnistas | PUBLICADO EL 25 marzo 2021

La vida antes de la vacuna

Por Jorge Ramosredaccion@elcolombiano.com.co

Todos tenemos una historia –o cientos– que contar en esta pandemia. La mía termina, felizmente, con una vacuna de Moderna en mi hombro derecho.

Esperé mi turno y fue casi un regalo de cumpleaños. Me la pusieron dos días después de cumplir 63 años y cuatro días más tarde de que en la Florida, donde vivo, empezaran legalmente a vacunar a mayores de 60 años. Es una de esas pocas veces en la vida en que conviene no ser joven.

Mi historia, como la de todos, comenzó hace un año aproximadamente. Sabíamos tan poco de lo que luego llamaríamos Covid-19. Viajé a Washington para participar el 15 de marzo como uno de los tres moderadores de un debate de la cadena CNN entre los candidatos demócratas a la presidencia, Joe Biden y Bernie Sanders. Era una de esas grandes oportunidades que se dan muy pocas veces para un periodista de televisión (y más para mí que trabajo en español).

Y entonces vino la llamada.

Un amigo muy cercano, a quien le había dado un abrazo en su fiesta de cumpleaños, había estado expuesto a alguien que se contagió de coronavirus. En esos días era casi imposible hacerse pruebas rápidas para detectar la enfermedad. Y ante la incapacidad de saber si mi amigo estaba infectado, y si yo lo estaba también, tuve que tomar la angustiosa decisión de cancelar mi participación en el debate. Nadie me hubiera perdonado el contagiar a Biden o a Sanders que luchaban por la presidencia contra Donald Trump. “Abundancia de cuidado”, fue la explicación oficial. (Afortunadamente para todos, la periodista Ilia Calderón tomó mi lugar e hizo un trabajo espectacular.)

Lo peor, por supuesto, estaba por venir.

El presidente Trump, según le reconoció al periodista Bob Woodward en marzo del 2020, nos mintió a todos. “Lo quería minimizar”, le dijo en una entrevista, porque no quería “causar pánico.” De nada sirvió la mentira. Más de 550 mil estadounidenses han muerto por la pandemia. Más que en cualquier otro país del mundo.

He tenido la suerte de no ser uno de los 121 millones de personas en el planeta que se han contagiado de coronavirus. Y digo suerte porque conozco a mucha gente que se cuida mucho más que yo –con mascarillas, caretas de plástico transparente y guantes, distancia social, evitando lugares públicos– y que ha terminado en una unidad de cuidados intensivos.

Soy, como todos, un hipocondriaco recién graduado y especialista en virus voladores. Cada tos o dolorcito de garganta me lleva al botiquín de la casa para medirme el oxígeno en la sangre y prefiero ponerme rojo y reventar que estornudar en público.

Nadie ha estado a salvo. ¡Qué terrible enfermedad que nos ha separado físicamente de los que más queremos! Incluso en el momento de su muerte. Es como la venganza de nuestro peor enemigo. En realidad, fue una enfermedad que surgió de murciélagos en el sur de China o el sureste asiático, que se lo transmitieron a animales domésticos y ellos, a su vez, a seres humanos, según le explicó el investigador de la Organización Mundial de Salud, Peter Daszak, al diario The New York Times, luego de una visita a Wuhan, China. Y de ahí se fue como plaga al resto del mundo.

Todos estamos esperando un regreso a la normalidad. Pero eso no existe. El aislamiento, vivir enmascarados, las infinitas reuniones en Zoom y el miedo al prójimo nos ha cambiado. El mundo nunca será como en el 2019. Es otro. Más adolorido y golpeado. Y quizás un poco más sabio. Es maravilloso que se hayan inventado tantas vacunas contra el coronavirus en tan poco tiempo. Pero también es tristísimo que tantos países en el mundo no las hayan recibido todavía. Esa desigualdad va a durar más que el virus.

Con mi nueva vacuna quiero volver a viajar. Mucho. Pero aún tengo que esperar dos semanas después de la segunda dosis para estar protegido. El primer viaje será a la ciudad de México a reunirme con mi mamá de 86 años, que no he visto en más de un año y quien, también, se acaba de vacunar.

Mientras tanto, con mi vacuna en el brazo, tengo un solo pensamiento: no hay tiempo que perder

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