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Columnistas | PUBLICADO EL 15 febrero 2015

LA VERDADERA PAZ

Porfernando velásquez v.fernandovelasquez55@gmail.com

La paz, en sentido positivo, supone un estado en cuya virtud tanto en el ámbito social como personal se observan el equilibrio y la concordia; y, mirada en el plano negativo, como dice el léxico, conlleva la ausencia de guerra, violencia o intranquilidad. Muy claro lo escribió Cicerón: pax est tranquilla libertas (la paz es una libertad tranquila) (Las Filípicas, 2, 44, Barcelona: Planeta, 1994, 113).

Por eso, no es de extrañar –máxime si se piensa en un país atravesado por la pesadilla de la guerra y el conflicto a lo largo de toda su historia– que el constituyente de 1991, al redactar los derechos fundamentales, disponga en el artículo 22 de la carta magna que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. De esta manera, pues, se consigna uno de los valores supremos de cualquier organización social civilizada que tiene una doble naturaleza: el derecho de los ciudadanos a la coexistencia en una comunidad libre, pacífica y ordenada; y, en consecuencia, el deber perentorio para las autoridades de velar por su logro y consecución.

No obstante, los pancistas que tornan el discurso de la paz en una cantinela cotidiana y en bandera electorera olvidan lo ya expresado y, de paso, entierran el doble componente social e individual de la paz, como si no fuera evidente que ese valor debe ser buscado tanto en un plano colectivo como en el interior de las personas, a partir de lo más profundo del corazón humano, como de forma bellísima lo proclamara San Francisco de Asís: “Señor, hazme un instrumento de tu paz; donde haya odio, ponga amor; donde hay ofensa, perdón” (“Oración de la Paz”).

Incluso, miradas las cosas en un contexto planetario o global, tampoco se puede echar de menos que la lucha por la tranquilidad y el sosiego es una meta para todo el género humano, de tal manera que se posibilite la construcción de un orden internacional justo, seguro y fuerte que le permita a todas las naciones, con independencia de los credos religiosos y políticos que defiendan, convivir de manera civilizada. Por eso, las incitaciones al odio, a la violencia, sean explícitas o implícitas, mediante panfletos o caricaturas que denostan del otro, o a través del empleo de las armas de cualquier naturaleza con la consiguiente afectación de la vida humana, deben ser rechazadas desde todo punto de vista.

Muy bien lo advierte Kant: “la paz es algo que debe ser instaurado; pues abstenerse de romper las hostilidades no basta para asegurar la paz, y si los que viven juntos no se han dado mutuas seguridades –cosa que solo en el estado civil puede acontecer–, cabrá que cada uno de ellos, habiendo previamente requerido al otro, lo considere y trate, si se niega, como a un enemigo” (La paz perpetua, México: Editorial Porrúa, 1983, 221).

La paz, entonces, no tiene dueño; no es del beatón presidente y sus corifeos ni de ningún dolido exmandatario y, mucho menos, de los miembros de los grupos armados que, ahora vestidos de falsos inmolados, pretenden ser incorporados a los altares de la Patria. En un Estado de Derecho como el colombiano no es tolerable, pues, que algunos pretendan “apoderarse” de algo que pertenece al colectivo social y quieran volver una bien concebida obligación constitucional en concesión graciosa para atraer incautos y posibles distinciones internacionales.

Así las cosas, una y otra vez, cabe expresar con el papa Juan Pablo II: “Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad” («Paz en la tierra a los hombres que Dios ama», XXXIII Jornada Mundial de la Paz, primero de enero de 2000). Y, por supuesto, dígase con Cicerón: “Dulce es el nombre de la paz y saludable gozar de ella” (idem).

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