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8 y 2
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La mayoría de los funcionarios de cierta jerarquía, o de los que aspiran a serlo, olvida que son ciudadanos, investidos de mando, sí, elegidos por los votantes, también, pero con derechos y deberes iguales a los de la gente. Sin embargo, están adornados de tantas garantías, exenciones y preferencias que habitan en una suerte de dimensión etérea, suprahumana, que los faculta para mirar a los demás como inferiores, simples hombres de la calle excluídos de ventajas y regalos. Para aquellos, arrogantes, prepotentes, el servicio público no demanda esfuerzos ni sacrificios y el principio de autoridad se reduce a la capacidad de hacer y deshacer con los recursos del erario y los tributos de los contribuyentes.
Hace muchos años, un vecino importantísimo de nuestro antiguo barrio de San Benito era nadie menos que el gobernador de Antioquia, el doctor José Roberto Vásquez, notable laboralista, redactor del Código Sustantivo del Trabajo, hombre austero, de voz grave, que vestía de riguroso traje negro, con chaleco y sombrero. No le gustaba andar en el Cadillac de su despacho. La única escolta suya era un policía que vigilaba día y noche en la esquina de Facio Lince con Facio Lince. Los niños de la cuadra nos sentíamos muy orgullosos cuando veíamos pasar a pie y solo al gobernador. En pocos minutos recorría las cuatro cuadras de Calibío hacia su despacho. Más contentos nos poníamos cuando, al atardecer, el doctor Vásquez regresaba a su casa y se detenía a saludarnos con amabilidad e intercambiaba algunas palabras cordiales con quienes nos acostumbramos a tener tan cerca al gobernador, el papá de la literata Teresita Vásquez, como lo más normal del mundo.
El doctor Vásquez no era la excepción, aunque hoy lo recuerdo como un ejemplo imitable. Encarnaba la sencillez, cualidad, atributo, don, valor ético, tal como lo explica el filósofo Raimón Panikkar en el Elogio de la sencillez. Ser sencillo, no alardear con el poder, recorrer las calles a pie y sin compañía, no era ningún acontecimiento sorprendente. Con el tiempo, cualquier funcionario se cree un semidiós. Se le rinde culto, como si fuera un emperador chino. Al desplazarse paraliza el tránsito con una copiosa y bullosa comitiva. Ni riesgos de detenerse a saludar a un grupo de niños del vecindario.
La antítesis de la sencillez es la soberbia. En estos días preelectorales, creo recomendable pensar en un candidato presidencial que, en primer término, tenga muy presente que ha de seguir siendo un ciudadano, con derechos y deberes, con deberes y derechos. No por apariencias, sino porque sea así, por dentro y por fuera, coherente entre sus ideas y sus acciones. Léanse el ensayo de Unamuno sobre la soberbia, para reunir mejores elementos de juicio. Un individuo soberbio, por más inteligente y honrado que sea, no merece gobernar. Exhibe ese gravísimo defecto, que lo descalifica. Por ahí han dicho que si Dios quiere perder a un hombre, lo vuelve soberbio. La sencillez es la mejor elección