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Por Eliane Brum
En mayo terminé una charla sobre la Amazonia y la creación del futuro, en la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, afirmando que la esperanza, al igual que la desesperación, es un lujo que no tenemos. Con un planeta que se está sobrecalentando, no hay tiempo para lamentos ni melancolías. Tenemos que movernos, aun sin esperanza. La esperanza, y no la destrucción acelerada de la Amazonia o la emergencia climática global, fue el asunto del debate que siguió. La reacción revela este momento en que una jovencísima generación, la de los niños y adolescentes, les ha puesto el dedo en la cara a los adultos y les han ordenado que crezcan.
La esperanza tiene una larga historia, y espero que algún día alguien la escriba. De las religiones a las filosofías, del marketing político al mundo de las mercancías del capitalismo. En un planeta con el suelo cada vez más movedizo, donde los Estados-nación se desmontan, la esperanza ha ocupado progresivamente el lugar de la felicidad como un activo de mercado.
La esperanza va ocupando su lugar en un momento en que el futuro se dibuja sombríamente como un futuro en un planeta peor.
Mi investigación personal sobre la esperanza empezó en 2015. Lo que llevé para la parte final de mi charla fue lo que me parece más fascinante de esta época: la que quizá sea la primera generación sin esperanza. A la vez, también es la generación que ha roto el sopor de este momento histórico marcado por adultos infantilizados, que alternan la parálisis y el automatismo, también en el acto de consumir. Al romper el sopor, esta generación ha dado esperanza a la generación de sus padres. El impasse en torno a la esperanza revela el impasse entre la generación que ha llevado al paroxismo el consumo del planeta —la de los padres— y la generación que vivirá en el planeta agotado por sus padres.
La generación sin esperanza tiene la imagen de Greta Thunberg, la chica sueca que, en agosto del año pasado, con solo 15 años, inició una huelga escolar en solitario frente al parlamento de Estocolmo. Y, desde entonces, ha inspirado dos huelgas globales de estudiantes por el clima, arrastrando a las calles del mundo a cientos de miles de niños y adolescentes en cada una de ellas. A Greta, que se ha convertido en una de las personas con más influencia del planeta en menos de un año, se la conoce por declaraciones tan brillantes como afiladas. En una, responde a los adultos que miran extasiados su cara de muñeca de souvenir y confiesan con ojos empañados que ella y su generación los llenan de esperanza. La adolescente, hoy con 16 años, les dice:
“Nuestra casa está en llamas. No quiero vuestra esperanza, no quiero que tengáis esperanza. Quiero que entréis en pánico, quiero que sintáis el miedo que siento todos los días. Quiero que actuéis, que actuéis como si vuestra casa estuviera en llamas, porque lo está”.
El 24 de mayo, en la segunda huelga estudiantil global por el clima, unos 30 niños y adolescentes brasileños que protestaban fueron recibidos por el asesor de cambios climáticos de la Secretaría de Infraestructura y Medio Ambiente del Estado de São Paulo.
No es mera casualidad que los populistas de extrema derecha nieguen la emergencia climática. Hoy, tiemblan de miedo ante los niños que les ponen el dedo en la cara, e intentan convertirlos en objetos de consumo. Cuando no lo consiguen, se inventan conspiraciones para descalificarlos, como hacen tanto la extrema derecha como la extrema izquierda, siempre tan parecidas.
Entre tantas malas noticias, hay una muy buena: por caminos sorprendentes, la joven generación de suecas está viniendo como indígena.