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Intimidad es una palabra hermosa, que necesita atención, no por ella, sino por quien se interese en ella. En realidad, cuanto más me intereso en cultivar mi intimidad, mayor es mi riqueza de ser humano. El diccionario dice que intimidad es zona espiritual íntima y reservada de una persona o de un grupo. Según el poeta místico S. Juan de la Cruz, intimidad es el más profundo centro del alma.
La intimidad manifiesta una realidad que urge ser aireada, pues es frecuente hablar de intimidad para ocultarse o para ocultar algo, como si la intimidad fuera lo que una persona no puede dejar ver de nadie, algo que la incomoda y hasta la avergüenza si lo llegan a conocer.
Con todo, la intimidad es la máxima riqueza de cada persona y cada cosa, comenzando por Dios, cuya intimidad es el amor, pues Dios es amor, y la creación entera es puro derroche de amor, sabiendo que cada cosa existe porque Dios la ama, pues si no la amara, no existiría. Los grandes místicos tienen una experiencia asombrosa de la intimidad divina y de su propia intimidad.
Tenemos el caso de S. Teresa de Jesús, mística grandiosa, orgullo de un pueblo y aun de la humanidad. En el Libro de la Vida encontramos pasajes sublimes sobre la intimidad. “Muchas veces he pensado espantada (asombrada) de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro no dejar sin pagarme, aun en esta vida, ningún deseo bueno”. Leerlo con atención es vivir una experiencia inolvidable de intimidad.
Y continúa así: “Por ruines e imperfectas que fuesen mis obras, este Señor mío las iba mejorando y perfeccionando y dando valor, y los males y pecados luego los escondía. Aun en los ojos de quien los ha visto, permite su Majestad se cieguen y los quita de su memoria. Dora las culpas (Vida 4, 10). Me deleita sobremanera la maestría y musicalidad con que Teresa junta las palabras dejando al descubierto una intimidad riquísima envidiable aun por el más desprevenido lector.
Según S. Agustín, Dios está en mí más íntimamente que yo a mí mismo. Y así, todo el que cultiva su intimidad, se encuentra con que Dios es su verdadera intimidad.
Después de recriminar a su compañero por su incomprensión del momento, el buen ladrón dice: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (Lc 23,42). Me admira sobremanera su sensibilidad para acoger a Jesús, que salvó su intimidad de oro para siempre.