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Columnistas | PUBLICADO EL 17 enero 2023

La generación que está desmoronando la justicia

Un sistema legal que ofrece garantías a los acusados es lento, costoso, e ineficiente. Pero los riesgos de la alternativa son demasiado grandes para ser, tan siquiera, considerados.

Por Javier Mejía Cubillos - mejia@stanford.edu

Una de las primeras codificaciones legales de las que tenemos registro es el Código de Hammurabi. Fue escrito hacia 1750 a. C. por el rey de Babilonia, Hammurabi, y ha sido memorable, entre otras cosas, por su espíritu de reciprocidad exacta.

Muchos conocen aquel espíritu a través de la ley del Talión y su representación en pasajes bíblicos como el «Ojo por ojo, diente por diente, pan por pan». Así, por ejemplo, el Código de Hammurabi determinaba que, si un hombre libre le rompía un hueso a otro hombre libre, a éste se le debía romper ese mismo hueso.

Es difícil exagerar la importancia del Código de Hammurabi. Es un símbolo claro de la muy temprana consciencia del ser humano por la necesidad de regular socialmente el castigo a quienes hacen algo incorrecto. Al mismo tiempo, este código simboliza también unos principios morales que el Mundo Occidental ha procurado abandonar desde hace siglos.

En vez del espíritu vengativo del Código de Hammurabi, donde el rol del castigo era lastimar de forma equivalente al victimario, las sociedades modernas han avanzado en una idea correctiva y regenerativa de la justicia.

Esto, soportado en una noción de derechos, ha promovido que la función de la justicia no sea darle a la víctima la satisfacción de que otra persona sufra tanto como ella ha sufrido, sino que trata de que aquel que obró mal evite volver a hacerlo y pueda, eventualmente, ser de nuevo alguien que contribuya al florecimiento de la sociedad.

Principios como la presunción de inocencia, la prohibición de la tortura, y la progresiva erradicación de las penas de muerte y las condenas perpetuas son algunos de los mecanismos a través de los cuales la sociedad ha ido consolidando el camino hacia esa justicia regenerativa.

Este camino está siendo amenazado por la expansión de ciertas ideas que reducen el conflicto social a narrativas maniqueístas. En estas ideas, la víctima es el gran protagonista, uno que solo puede ser entendido por personas que han sido victimadas de forma similar. Al ser la experiencia de la víctima incomprensible para el resto de la sociedad, se espera que el resto de nosotros nos limitemos a “apoyar” a la víctima en lo que ella considere correcto.

Así, desde ese punto de vista, la justicia no debe hacer otra cosa más que satisfacer las necesidades de la víctima y toda actitud que reflexione sobre los propósitos colectivos de la justicia es acusada de complicidad con el victimario.

Estas ideas se han popularizado y han ido alimentando un intenso escepticismo e impaciencia hacia los mecanismos judiciales formales, creando algo que es difícil no llamar una sed colectiva de venganza.

Esto es particularmente común en delitos frecuentes de difícil judicialización, como los atracos o los acosos callejeros. Incluso cuando estos parecen del tipo más pequeño, en redes sociales son ampliamente aceptadas las opiniones de validan la humillación pública, la golpiza y el linchamiento como formas correctas de castigar dichos actos.

¡Esto es aterrador! Cada vez que veo lo popular que son este tipo de opiniones recuerdo el crimen de Emmett Till, uno de los episodios más horríficos de los años previos a la expansión del movimiento por los derechos civiles en EE.UU. Emmett Till era un muchacho negro de 14 años de Chicago que fue a visitar a sus familiares en Mississippi en el verano de 1955.

Till fue torturado y linchado de la forma más espantosa, pocos días luego de haberle hecho, al parecer, unos comentarios no solicitados a una joven mujer blanca en la tienda de su esposo. Y aunque poca claridad se tiene respecto a lo sucedido en la tienda aquel día, sí se sabe muy bien que el pobre muchacho no tuvo oportunidad de defenderse, de aclarar lo sucedido, o de tratar de prometer cambiar su comportamiento. Él fue secuestrado en medio de la noche. Su cuerpo mutilado y descompuesto apareció, días después, en la orilla del río Tallahatchie.

Por supuesto que un sistema legal que ofrece garantías a los acusados es lento, costoso, e ineficiente. Pero los riesgos de la alternativa son demasiado grandes para ser, tan siquiera, considerados.

¡No, no es aceptable cualquier castigo que la víctima considere apropiado! Aceptar eso destruye el espíritu regenerativo de la justicia que nos ha tomado siglos construir. Más grave aún, aceptar esto implica validar la discrecionalidad suficiente para que se generen abusos sistemáticos en nombre de la justicia.

Y se debe ser claro. Esa discrecionalidad siempre termina siendo aprovechada por los poderosos —por quienes tienen un mayor eco en la sociedad— para amedrentar a los débiles —a quienes nadie quiere escuchar— tal como sucedió como en Emmett Till y miles de otros en el Sur de EE.UU. durante la era Jim Crow.

Así, aunque sea atractiva la idea de regresar a tiempos pre-babilónicos, plantear la justicia como una cuestión que le incumbe únicamente a la víctima es garantizar que la sociedad, en su conjunto, se volverá una victimaria permanente .

Javier Mejía Cubillos

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