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Columnistas | PUBLICADO EL 07 abril 2020

La cura que vino de 1918: la mascarilla

Por humberto monterohmontero@larazon.es

Las lecciones que estamos aprendiendo con esta pandemia son más viejas que la tiza. Hasta ahora, los gurús de la OMS nos habían dicho que no era necesario utilizar mascarillas a menos que uno estuviera infectado o tuviera los síntomas del bicho, tan amplios que es imposible no tener varios al día aun sin estar contagiado. Me lo dijo el otro día mi hija Malena por el pasillo al verme cabizbajo en pleno paseo vespertino por el ala norte de nuestra palaciega residencia-balneario. “Papá, deja de preocuparte. Te duele lo mismo que todos los días. No le des más vueltas”, me espetó con ese aire de superioridad que da tener 9 años pletóricos y poder santiguarse con los dedos de los pies. Tras ese demoledor razonamiento, volvamos a la OMS.

Los sabiondos que viven de emitir comunicados, siguen empeñados en que si uno está sano no es necesario el tapabocas. La cuestión es que el coronavirus este nos ha enseñado que para propagarse a esa velocidad hay que ser muy astuto. Y muy pegajoso. Dicho de otra forma, como nadie se acerca a un tipo que se la pasa tosiendo y estornudando, y cuando uno agarra una gripe fuerte no le quedan fuerzas ni para contagiar, el bicho ha logrado quedar latente durante más tiempo que sus semejantes antes de actuar en el huésped. Durmiente, pero con capacidad de seguir propagándose. Además, lo que nos indica su forma de actuar es que es más que probable, en términos estrictamente matemáticos, que millones de infectados sean asintómáticos y pasen la enfermedad sin enterarse, pero con la misma capacidad para extender el virus que un convaleciente. En definitiva, que son los sanos los que deberían preocuparnos. Lo avisé en la primera columna que escribí en cuanto se decretó el confinamiento en España, hace ya 25 días: el virus somos nosotros.

Por tanto, por mucho que se empeñe la OMS, no vale con hacer test a todo el mundo. Porque hoy das negativo y media hora después estás contagiado, sin síntomas y expandiendo el virus a los cuatro vientos. Y como lo que sí está demostrado es que el bicho viaja en nuestra saliva, como todos los coronavirus, desde el resfriado común hasta el temido MERS, no hay porqué dilatar los confinamientos siempre que la población se proteja la boca y no expanda el virus con palabras, bostezos, estornudos o toses. Los guantes son un complemento adicional, porque si todo el mundo se cubre la boca, el virus debería quedar neutralizado. Así de sencillo y de complicado a la vez. Primero, porque hay que esperar a que todas las naciones comiencen a fabricar por sí mismas millones de mascarillas para sus respectivas poblaciones y, segundo, porque hay que ser muy estricto con quien no se la ponga dentro y fuera de casa. Imaginen que durante dos meses todos los habitantes del mundo nos plastificáramos por completo en burbujas. En ausencia de huésped, el virus se extinguiría.

Así que no hagan caso a la OMS, lleven mascarilla dentro y fuera de casa. No para evitar contagiarse sino para no contagiar. Y mantengan las distancias. Mejor tres metros que uno. En Lombardía, epicentro italiano donde comienzan a ver la luz al final del túnel tras mes y medio de calamidades, se multará con 400 euros a quien no lleve mascarilla por la calle. O en su defecto una bufanda o paño que cubra la boca y la nariz. En España, después de perder el tiempo haciendo caso a la OMS, las autoridades van por el mismo camino.

La misma receta que en 1918, cuando la gripe española, surgida en EEUU, se llevó por delante a más de 50 millones de personas, jóvenes en su mayoría. Entonces, en ausencia de antibióticos, las mascarillas y la inmunización fueron la única solución. Tenemos ventaja: cuando estalló la pandemia, el mundo estaba en guerra y el virus no frenó el traslado de tropas. Hoy la única guerra es contra el virus. Protéjanse. Nos vemos en una semana, si Dios quiere

Humberto Montero

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