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Y por más que el azul se sobreponga al rojo, quienes han sufrido la guerra no dejarán de saborear en la sal de este mar, el hierro de la sangre. La tarea de la guerra es sembrar tristeza.
Por Andrés Restrepo Gil - opinion@aelcolombiano.com.co
Hay en la vía que conecta a Santa Marta con Riohacha un pequeño trayecto en el que la belleza se entrecorta y la imponencia del panorama solo se deja contemplar a la velocidad de los segundos. Escondido entre colina y colina, un mar inmenso que disfraza su final se deja ver intermitentemente, ocultándose y develándose, conforme la vía sube y baja, según las pendientes de la carretera. A lo lejos, las playas de Palomino. A un lado, el mar azul, verde e infinito. Al otro, una infranqueable muralla verde de árboles. En ciertos puntos, la arena tierna de la playa acaricia la dureza intransigente del asfalto. En otros, la vía alcanza una altura de unos treinta metros, calculo yo, donde se puede palpar la dimensión del mar y la belleza del Caribe.
Como parte de mi trabajo, debo cada tanto transitar dicha ruta, por lo que he podido recorrer aquella vía varias veces, siempre a la espera del trayecto que he intentado, muy superficialmente, describir. En la última ocasión y justo en este punto, que no dura más de un kilómetro, me dice el conductor: “Esta es la cuesta de los muchachitos.” – hasta entonces supe que este lugar tenía nombre. “¿La cuesta de qué?” Pregunté yo. “De los muchachitos.” Respondió él. Complementó su respuesta con la historia de la que surge el nombre de este trayecto: “en ese punto —me dijo el conductor— era donde los paramilitares venían a arrojar los cuerpos de los muchachitos.” Según él, lo paramilitares buscaban el punto más alto, la cuesta de los muchachitos, y arrojaban los cuerpos fríos al mar azul. “¿Qué pasaba con los cuerpos? ¿Los encontraban?” le pregunté. “No. El mar no devuelve a nadie.” Me respondió.
Supuse que la historia era real. De ahí que, al escuchar la versión del conductor, el paisaje se me mostró diferente, aun cuando en apariencia continuase siendo idéntico. En sentido estricto, nada había cambiado en él. Pero, sin lugar a duda, el paisaje, tal y como lo pude contemplar las primeras veces, ya no era igual. Y a pesar de que este mar, verde y azul, fuese el mismo para todos los que hemos tenido oportunidad de verlo, puede uno imaginar que, para las familias de las víctimas, para los amigos o, en general, para los testigos de esta guerra, la imponencia del lugar está manchada por el dolor que dejan los rastros de la muerte. La guerra destrona la belleza y, en su lugar, corona al sufrimiento. Y por más que el azul se sobreponga al rojo, quienes han sufrido la guerra no dejarán de saborear en la sal de este mar, el hierro de la sangre. La tarea de la guerra es sembrar tristeza. Ella misma es una epidemia de tristeza en tanto va sembrando, por aquí y por allá, en medio de la belleza de estos campos de batalla, los dolorosos recuerdos de quienes, en esta guerra, han tenido que poner los muertos.