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Esta semana celebré en silencio una ceremonia tal vez extraña: conversé en silencio durante un rato con mi amigo Javier Darío. Hablo del periodista Javier Darío Restrepo, quien murió en Bogotá el 6 de octubre de 2019, poco después de regresar de Medellín de presentar su último libro en el encuentro de periodismo de la Fundación Gabriel García Márquez.
En realidad fue un monólogo en el que le conté una historia y luego le leí una carta de sus hijas Gloria Inés y Maria José, enviada al Centro de Historia de Jericó, el pueblo de Antioquia donde él nació en 1932 ―cito sus palabras― “en el hogar de Ramón, de profesión carpintero, y de Inés, de profesión mamá y costurera de oficio”.
La carta dice: “Desde que papá murió el pasado 6 de octubre supimos que el mejor lugar para dejar sus cenizas era Jericó. En sus últimos años lo vimos caminando por el pueblo, reconociendo algunos lugares, tomando café en la plaza con enorme alegría... Llevar sus cenizas al pueblo significa para nosotras como hijas, su retorno a casa, su encuentro con los ancestros que amaba”.
Luego, sus hijas recuerdan que para su padre la muerte no podía ser la ocasión para ostentar vanidades marchitas. Por eso repudiaba los monumentos funerarios de los faraones vanidosos, los ricachones y los Papas soberbios, y en una carta a su nieto, escribió:
“Le dije, por eso a tu abuela que no quiero ni coronas, ni ramos de flores, ni avisos en los periódicos, ni velación en funeraria, ni ataúd caro ni barato. Que en una camilla mi cuerpo vaya directamente al horno crematorio y que las cenizas, en una caja de madera sin adorno alguno estén en la misa que se celebre para pedir fortaleza para la familia y paz para mí. Después, nada de cenizarios, esas urnas como apartados de correo que hoy reemplazan a los cementerios. En vez de eso solo quiero las raíces de un árbol, cualquier árbol, que las acoja como abono. ¡Qué monumento mejor que las ramas y flores de un árbol, y los nidos que los pájaros tejen entre sus hojas, sin lápidas ni epitafios! No aspiro a que mi nombre figure en piedra alguna, sino en la memoria de los que he amado.
También recuerdan una de sus últimas columnas, donde se preguntaba: “¿Qué tiene una tumba en un cementerio parroquial que no tenga un funeral en el mar, en un lago, en un río o en un volcán?”
La carta acaba diciendo: “El próximo fin de semana buscaremos entonces un lugar hermoso para cumplir su voluntad en Jericó. Si es posible celebrar una misa en su nombre nos dará gran consuelo y la agradeceremos”.
Después de enviar la carta, Gloria Inés y Maria José viajaron desde Bogotá y llevaron a Jericó las cenizas de su padre el sábado 2 de noviembre, Día de difuntos. Yo no pude acompañarlas. El domingo por la noche hubo una tempestad: una quebrada se desbordó y un derrumbe sepultó varias casas y sembró de lodo y rocas las calles principales del pueblo. Jericó quedó aislado. Yo me quedé varios días sin saber qué suerte habían corrido las hijas de Javier Darío y sus cenizas.
El lunes 18 de noviembre recibí un mensaje de Gloria Inés que decía: “Por fin llevamos las cenizas de mi papá a Jericó. Finalmente el sacerdote entendió que mi papá quería que con sus cenizas se sembrara un arbolito... Sembramos una ceiba jericoana en el Jardín Botánico Los Balsos, el domingo. La escogieron en el Centro de Historia como árbol que podría representar a mi papá. Y esa noche fue la avalancha. Todavía no sabemos si la ceiba sobrevivió. Nos consuela que quedó en su tierra”.