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Por Juan Esteban García Blanquicett - @juangarciaeb

Leer a Orwell

Leer a Orwell hoy es tarea de resistencia. Es recordar que las palabras son el territorio de la libertad.

hace 11 horas
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  • Leer a Orwell

Por Juan Esteban García Blanquicett - @juangarciaeb

Leer a Orwell hoy es una experiencia incómoda. Sus páginas no envejecen; se actualizan con cada discurso político, con cada noticia que manipula la realidad, con cada promesa vacía que pretende redimirnos. Orwell escribió una epifania. Una advertencia contra el poder que corrompe el lenguaje para dominar la conciencia. En sus libros, el dominio no se impone con violencia física, sino con la lenta degradación de las palabras, con esa sutileza perversa que convierte la mentira en verdad y la verdad en un detalle irrelevante.

Y esa es, quizá, la enfermedad de nuestro tiempo: la banalización de la verdad. Hoy no se necesita censura; basta con saturar de ruido el debate público. No hace falta quemar libros; basta con vaciar de sentido las palabras que nos sostenían como comunidad. Se habla de cambio, de transparencia, de la vida, pero se gobierna con los mismos métodos de siempre. El discurso se llena de moralidad mientras las prácticas políticas se hunden en el clientelismo más rudimentario. Orwell habría reconocido ese fenómeno al instante: cuando el lenguaje deja de servir a la verdad y se pone al servicio del poder, lo que se destruye no es solo la política, sino la posibilidad misma de pensar con lucidez.

En Colombia, las últimas semanas nos han recordado que esa corrupción del lenguaje no es una abstracción literaria. El caso de Miguel Quintero hermano del exalcalde de Medellín, es una muestra dolorosa de cómo se normaliza las desviaciones éticas del poder. Los chats filtrados y las investigaciones periodísticas revelan un lenguaje que ha perdido la inocencia: “gestión”, “ayuda”, “contacto”, “oportunidad”. Palabras que alguna vez sirvieron para construir confianza, pero que ahora esconden el cálculo, la trampa, el interés. Eso es exactamente lo que Orwell quiso prevenir: cuando los términos del bien común se vacían de sentido, el cinismo se vuelve política y la mentira se normaliza como una forma de gobernar.

El populismo, en cualquiera de sus formas, se alimenta de ese vacío. Convierte las emociones en política, y el lenguaje en instrumento de manipulación. Su fuerza no está en los argumentos, sino en las consignas; no en la razón, sino en la seducción. Por eso, cuando un líder se apropia de la palabra “pueblo” y la convierte en escudo moral, debemos recordar a Orwell. Porque no hay nada más peligroso que el político que se autoproclama intérprete único de la verdad.

Leer a Orwell hoy es, entonces, una tarea de resistencia. Es recordar que las palabras son el territorio de la libertad. Que cuidar el lenguaje no es un lujo de intelectuales, sino una forma de ética pública. Que la democracia se defiende menos con gritos y más con precisión verbal. En tiempos donde los discursos prometen pureza mientras se gestiona la impunidad, leer a Orwell es un acto de lucidez. Una invitación a no cederle la verdad al poder ni la esperanza a la mentira. Porque al final, las sociedades no se destruyen solo por la violencia, sino por la renuncia al pensamiento. Leer a Orwell es una forma de reconciliarse con la duda, de entender que la verdad nunca está en los extremos sino en el matiz, en ese espacio incierto donde se encuentra lo humano. Es un recordatorio de que la política sin lenguaje se vuelve propaganda y que la esperanza, aun entre ruinas, sigue siendo una forma de inteligencia moral. Leerlo es volver a creer que el sentido común, en el coraje de una sociedad.

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Por Juan Esteban García Blanquicett - @juangarciaeb

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