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La democracia se mide, principalmente, por la capacidad de sus ciudadanos de escuchar voces diversas, incluso las que resultan molestas.
Por Juan Camilo Quintero M. - @JuanCQuinteroM
En Estados Unidos, el veto a Jimmy Kimmel por parte de varias emisoras locales prendió una alerta que va más allá de la televisión. No se trató simplemente de sacar del aire a un comediante; fue un recordatorio de cómo el poder, cuando se siente incómodo, puede usar instrumentos formales e informales para silenciar voces críticas. La sátira, es un espejo incómodo que refleja lo que ninguno quiere reconocer, se convirtió en el centro de un boicot que muchos medios, de manera directa, lo calificaron como una censura encubierta.
Ese episodio parece lejano, pero resuena en Colombia. El presidente Gustavo Petro ha tenido choques frecuentes con los medios que no están alineados con su narrativa. El año pasado acusó a María Jimena Duzán y a Vicky Dávila cuando estaba en la revista Semana, de practicar “periodismo Mossad”, es decir, que más que periodistas trabajan para la una inteligencia y espionaje como se hace en Israel según el propio Presidente. La pregunta que nos debemos hacer es: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar que el poder defina cuáles voces merecen ser escuchadas? Lo particular era que Petro anteriormente, se sentía muy cómodo por la forma como Maria Jimena Duzán lo trataba. En los regímenes normalmente estás conmigo o contra mí.
Esto me trae a la memoria la famosa obra literaria - 1984 - de George Orwell. En la novela, el régimen no solo controla lo que la gente dice, sino también lo que puede pensar. Reescribe la historia, crea un nuevo lenguaje y convierte la censura en norma. No estamos en ese escenario exactamente, pero acá, las señales importan. Hoy no se necesita una policía del pensamiento para callar a alguien: basta con presionar licencias, recortar presupuestos o sembrar miedo a perder la pauta de la que viven los medios.
El riesgo está en la normalización. Cuando se veta a un humorista en EE. UU. o se señala y ataca a un periodista, muchos lo justifican: “era irrelevante”, “estaba comprado”, “se lo buscó”, ¨era muy derechista¨. Ese mismo argumento se ha usado históricamente para justificar la censura en regímenes autoritarios. Primero se silencia al que incomoda poco, luego al que incomoda mucho, y cuando menos lo esperamos, ya no queda espacio para la crítica.
La democracia se mide, principalmente, por la capacidad de sus ciudadanos de escuchar voces diversas, incluso las que resultan molestas. La sátira, la crítica y el periodismo incómodo son parte de ese ecosistema. Apagar esas voces no fortalece un gobierno: lo debilita, porque un poder que no tolera la risa ni la crítica termina temiéndole a su propia gente.
Los pequeños gestos de censura nos recuerdan que el camino hacia la libertad no se defiende en grandes guerras, pero si en pequeñas batallas: en permitir que un comediante se ría, en la defensa de una entrevista directa. Ahí empieza, y se sostiene, la democracia, venga de la izquierda o la derecha.