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Debemos premiar la generación de riqueza y ofrecerles más oportunidades a las personas del común para hacer parte de este proceso.
Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
Pocos temas han recibido tanta atención en las ciencias sociales en los últimos 20 años como la desigualdad. Nuestro entendimiento sobre ella—sobre todo a nivel empírico—ha aumentado profundamente durante este tiempo. El extraordinario trabajo de académicos como Thomas Piketty, Gabriel Zucman, y Walter Scheidel ha sido fundamental para construir lo que ahora es una narrativa relativamente cohesionada. Esta narrativa, prevalente en la academia y muy influyente en la opinión pública, presenta la desigualdad económica como una fuerza persistente que, según mostraría la historia, solo puede ser mitigada por guerras, agresiva tributación o catástrofes naturales—una fuerza, que, además, se ha dejado libre en los últimos 40 años.
Un nuevo libro reta esa narrativa. Se trata de Richer and More Equal de Daniel Waldenström. Yo hablé con Daniel en mi podcast recientemente y quiero compartirles algunas reflexiones sobre esa conversación.
Para empezar, es importante entender que lo que Daniel hace es presentar una revisión sistemática de la riqueza en Occidente desde finales del siglo XIX, enfrentando de forma directa algunos de los principales cuellos de botella de la investigación en este campo—entre ellos, la estimación de fortunas en paraísos fiscales y la valoración de activos inmobiliarios. A partir de eso identifica lo que él llama la “Gran Igualación de la Riqueza”, una tendencia histórica en la que la riqueza no solo ha aumentado por generaciones, sino que también se ha distribuido de manera más equitativa. Él atribuye este cambio a la democratización de la propiedad de activos, en particular mediante la amplia posesión de viviendas y los ahorros en pensiones.
La Figura 1 ilustra vívidamente estas tendencias: el panel de la izquierda muestra que la riqueza real per cápita creció de menos de $200.000 (en dólares de 2022) en 1950 a casi $1.5 millones en 2020, y en la derecha se puede ver que la “riqueza del pueblo” —activos controlados por la clase media— han aumentado del 25% a principios del siglo XX al 75% en 2020.
Figura 1. Evolución de la riqueza promedio en Occidente (izquierda) y evolución de la composición de la riqueza en Occidente (derecha). Fuente: Waldenström (2024)
Y no solo se trata de que las personas del común tengan cada vez una mayor fracción de la riqueza total de la sociedad, Daniel también cuestiona la idea de que las guerras y la tributación progresiva fueron las principales fuerzas igualadoras del siglo XX. En su lugar, enfatiza el papel que jugaron las políticas de subsidios a la compra de vivienda y la consolidación de los sistemas de pensiones basados en el ahorro.
Aunque la evidencia que Daniel explora es la de un Occidente angosto—i.e. Europa Occidental y EE.UU.—creo que su reflexión es particularmente relevante para Latinoamérica hoy. La región enfrenta una avanzada de la izquierda populista para acaparar cada vez más poder, y la base de su estrategia para lograrlo es procurar indignación permanente alrededor de narrativas de suma cero sobre la generación de riqueza.
La lógica de aquella estrategia es sencilla, pero poderosa: esa narrativa—en la que los pobres son pobres porque los ricos les arrebatan diariamente su riqueza—genera un electorado deseoso por políticos fuertes que aprieten a los ricos y les transfieran su riqueza a los pobres. Aquellos políticos, sin embargo, no tienen ningún incentivo en ofrecer oportunidades de enriquecimiento a los pobres, porque la base de su electorado justamente se compone de quienes no tienen riqueza.
El caso más evidente de esta estrategia en el contexto latinoamericano actual es el de Colombia. En menos de tres años, el gobierno del Pacto Histórico ha i) puesto fin a una política de subsidios al crédito inmobiliario que había sobrevivido por décadas, la cual permitía a más de 30 mil familias al año comprar su primera vivienda; ii) buscando reformar el sistema de pensiones, centrando los ahorros de los trabajadores en las arcas del Estado y poniendo en riesgo su sostenibilidad de largo plazo; y iii) promovido una política laboral que encarece la contratación formal de trabajadores, llevando a decenas de miles de personas a la informalidad, donde no gozarán de los beneficios laborales legales, entre los que resaltan el acceso a pensiones y cesantías.
En conjunto, lo que estas políticas hacen es cerrar las puertas de la acumulación de activos a las masas, mientras transfieren la riqueza de las clases medias a las élites políticas, las cuales usan estos recursos para sus objetivos electorales. Políticas con lógicas similares son parte de la agenda de los gobiernos nacionales en México y Chile hoy.
Es difícil exagerar los riesgos de este sendero. Este tipo de políticas no solo reprimen las grandes fuerzas promotoras de la igualdad económica que Waldenström resalta, sino que también exacerban la desigualdad política, ya que amplían la brecha entre los recursos que tienen los políticos incumbentes para mantener el control del sistema y aquellos de los que disponemos nosotros en la sociedad civil para hacerles contrapeso.
Latinoamérica debe moverse en la dirección opuesta. Debemos premiar la generación de riqueza y ofrecerles más oportunidades a las personas del común para hacer parte de este proceso. Ese es el verdadero camino a la igualdad y el que nos dará las mayores herramientas para enfrentar los riesgos de la tiranía.