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Las grandes figuras en el debate público estadounidense hoy no son economistas; son historiadores, sociólogos, politólogos, ambientalistas, y emprendedores. Muchos de los espacios en el alto gobierno empiezan a ser ocupados por personas con perfiles más prácticos.
Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
Cuando yo era estudiante de pregrado, a finales de los 2000, la economía era la reina de las ciencias sociales. No había duda de ello. Incluso, se decía —muy correctamente— que era una disciplina imperial; una que llegaba a otras disciplinas a “conquistar”. Y mayor que su influencia en la academia, era su impacto en la opinión pública y la esfera política. Luego de la caída del Muro de Berlín y la consolidación del Consenso de Washington, todos los altos funcionarios gubernamentales y la élite intelectual del mundo se habían acogido a una nueva religión: el neoliberalismo. En esta religión, los economistas éramos los sacerdotes.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Los departamentos de economía en las universidades más prestigiosas de EE.UU. aún son más grandes que los del resto de las ciencias sociales. No obstante, su tamaño es virtualmente idéntico al que tenían hace 20 años. Mientras tanto, espacios afines, como las escuelas de negocios, los departamentos de ciencias de datos y los institutos de políticas públicas, han triplicado su tamaño en el mismo período de tiempo. La competencia desde estos espacios empieza a hacerse visible. El número de estudiantes aspirando al título de economía en estas universidades ha empezado a caer, y lo hace de forma más rápida que en el resto de las ciencias sociales.
De manera similar, aunque los egresados de programas en economía aún tienen una prima en el mercado laboral —ellos aún ganan más, en promedio, que sus pares en otras disciplinas— la mayor parte de esto se explica por los sectores en los que llegan a trabajar, principalmente finanzas y alta tecnología, sectores donde cada vez se contratan menos economistas y más estadísticos, financistas, y científicos computacionales y de datos.
El declive en la opinión pública y la política es aún más visible. Las grandes figuras en el debate público estadounidense hoy no son economistas; son historiadores, sociólogos, politólogos, ambientalistas, y emprendedores. Similarmente, muchos de los espacios en el alto gobierno, antes reservados a economistas con altas credenciales académicas, empiezan a ser ocupados por personas con perfiles más prácticos, con trayectorias en el mundo corporativo, buena parte de ellos educados en escuelas de derecho y negocios.
Ahora bien, ¿cuáles son las fuerzas detrás de este declive? Diría que son muchas, pero mencionaré solo tres aquí, todas ellas interrelacionadas. En primer lugar, en los últimos 20 años, la formación de los economistas, sobre todo a nivel doctoral, se ha ido alejando de los espacios donde la economía tenía una ventaja absoluta. Los economistas pasaron de ser expertos en el funcionamiento de los mercados y la economía a ser expertos en usar datos para responder todo tipo de preguntas. Esto dio réditos por unos años, pero hoy es difícil argumentar que hay allí una fortaleza distinguible de las nuevas disciplinas cuyo objeto es justamente ese —la ciencia de datos, por ejemplo.
En segundo lugar, con el nuevo paquete de herramientas, los economistas empezaron a hacerse preguntas de mucho menor interés para el resto de la sociedad y, sobre todo, desde ángulos menos estimulantes intelectualmente. Con la excepción de unas pocas agendas, entre las que resalta la promovida por los ganadores del Premio Nobel de este año, buena parte de lo que estudian las figuras más visibles de la academia en economía hoy son preguntas angostas que tienen un mercado muy pequeño fuera de la academia.
Finalmente, las preguntas que han empezado a dominar las discusiones públicas se concentran en cuestiones sobre las que los economistas tienen poco conocimiento. El mundo ha girado su atención hacia asuntos sobre raza, género, guerra, salud mental, y medio ambiente, y aunque los economistas han explorado estos temas en el marco de su expansión imperial; su formación específica en ellos es muy limitada y las audiencias amplias parecen reconocerlo.
Qué tan profundo termine siendo este declive es una pregunta abierta. El gremio sigue siendo lo suficientemente grande y dinámico como para mantener una masa crítica que sostenga internamente un discurso activo por décadas, incluso en ausencia completa de interés externo. Además, algunas fuerzas externas parecerían ser favorables. Por un lado, el mercado empírico que las nuevas disciplinas de datos han ido acaparando está siendo amenazado por los avances recientes en inteligencia artificial; la crisis en estas disciplinas podría traer cierto alivio a la economía. Por otro lado, ninguna otra ciencia social ha logrado desarrollar herramientas teóricas—de un rigor cercano a las de los economistas—para entender cómo funciona la economía. En esa medida, el inevitable arribo de una nueva crisis económica en las próximas décadas valorizará de nuevo el conocimiento de los economistas.
En cualquier caso, yo no veo otra salida a este declive que el retorno a los cimientos teóricos de nuestra disciplina. Los economistas tenemos que volver a ser los expertos en cómo funcionan los mercados y la economía.