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¿Cómo la economía se hizo la ciencia de las preguntas pequeñas?

hace 1 hora
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  • ¿Cómo la economía se hizo la ciencia de las preguntas pequeñas?

Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

Yo empecé a estudiar economía a mediados de los 2000. En esa época, las grandes estrellas de la disciplina eran nombres como Robert Barro, Paul Krugman, o Gregory Mankiw. Eran académicos que buscaban explicar cómo funcionaban las economías a gran escala. Un artículo académico típico de esa generación se preguntaba si los países pobres estaban creciendo más rápido que los ricos, y si, en consecuencia, cabía esperar una convergencia en las condiciones de vida a nivel global. Gran parte de ese trabajo se hacía mediante regresiones cross-country —comparaciones internacionales que buscaban identificar patrones entre países—.

Hoy el liderazgo intelectual de la disciplina luce distinto. Quizá esté bien representado en Abhijit Banerjee y Esther Duflo, y en su idea del economista como plomero: alguien que diagnostica problemas concretos, ajusta “tuberías” institucionales y experimenta con soluciones locales para ver qué funciona. Un artículo típico de esta generación analiza los efectos de una intervención particular —por ejemplo, un programa de becas— en una serie de atributos específicos de cierta población —por ejemplo, la capacidad de ahorro de las familias beneficiarias de aquellas becas—. Así, la agenda de alto prestigio en la disciplina se desplazó de las preguntas sobre cómo funciona la economía en su conjunto hacia preguntas puntuales sobre cómo actores particulares responden a circunstancias específicas.

Este giro tuvo detrás un cambio metodológico profundo: la gravitación alrededor del ideal de identificación causal. La obsesión por distinguir correlación de causalidad empujó a la economía hacia escenarios más pequeños, pero mejor controlados. De la comparación amplia entre países se pasó a la comparación de comunidades o individuos en circunstancias donde discontinuidades regulatorias, loterías naturales o experimentos aleatorizados nos permitían afirmar con mayor seguridad que A causaba B. En otros espacios he señalado las limitaciones de ese enfoque; por ahora solo diré que, en una disciplina históricamente insegura sobre su estatus científico, la promesa de certeza que ofrecía la identificación causal fue muy seductora.

Y el giro hacía las preguntas pequeñas, de hecho, ha traído muchos beneficios. La confianza con la que hoy hablamos de causalidad es uno de ellos, por supuesto. Otro, menos discutido, pero no menos importante, es que la economía se acercó al terreno. El economista prestigioso del presente es alguien que viaja al mundo en desarrollo, trabaja con socios locales y observa de cerca las sociedades que estudia. Esto contrasta con su equivalente de hace 20 años, que solía describir el mundo desde la comodidad de un campus estadounidense.

Sin embargo, la transición hacia lo local quedó a medio camino. La economía no renunció a la ambición universal; simplemente empezó a buscarla en contextos más pequeños. Así, empezamos a presentar la evidencia local como demostración de mecanismos generales. A diferencia de disciplinas genuinamente localistas, como la antropología, el artículo típico de economía hoy no se titula “lo que sabemos de la educación en esta aldea remota”, sino “El efecto (universal) de las becas en el ahorro: evidencia de una aldea remota”. El resultado es paradójico: usamos herramientas diseñadas para observaciones microscópicas, pero aspiramos que nos permitan conclusiones telescópicas.

Esto genera dos problemas. Primero, la cercanía al terreno no se ha traducido en una comprensión profunda de los contextos estudiados. De los miles de economistas occidentales que han trabajado en Bangladesh en los últimos 20 años, quizá solo una decena pueda realmente considerarse experta en ese país. Y por experto me refiero a alguien capaz de explicar con soltura su historia institucional, su sistema político o su estructura productiva, y que, por tanto, pueda decirnos qué hace a Bangladesh similar o diferente al resto del mundo. Esa tarea —la de explicarnos los contextos locales— sigue estando dominada por historiadores, juristas o antropólogos, tal como ocurría hace dos décadas.

Segundo, la renuncia a la comparación amplia y a las miradas sistémicas ha dejado vacíos en la ambición de reflexión universal. Es difícil comprender un sistema complejo cuando se observa únicamente a través de piezas minúsculas e inconexas. Así, las grandes preguntas sobre geopolítica, choques agregados o convergencia global han ido quedando fuera del alcance metodológico dominante de la economía. Y allí donde los economistas ya no llegan con seguridad, otras disciplinas —desde la ciencia política hasta la ciencia de datos— han comenzado a ocupar el espacio.

En suma, la economía abandonó el territorio de las grandes preguntas sin conquistar del todo el de las pequeñas. Y aunque en otro momento hablaré de varias agendas de investigación que escapan a esta crítica, me cuesta pensar que alguien que observe los ideales y prácticas que han definido el prestigio académico en la última década no sienta que la economía se perdió saliendo del planeta y llegando a la aldea.

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