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Por Humberto Montero - hmontero@larazon.es
El sinsentido que está alcanzando la guerra comercial desatada por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump contra amigos y enemigos me quedó ayer mismo aclarada. En la presentación de los resultados de la industria química española, una de las más potentes de Europa, tanto en productos farmacéuticos como en detergentes y química básica, tuve una revelación: esto no va de aranceles.
Porque solo así se entiende que, en el caso que me ocupaba, el segundo sector que más tira de las exportaciones españolas tras la automoción, los que salgan esquilados sean... los Estados Unidos. Y así con casi todo. Les explico.
La exportación de productos químicos españoles hacia EE UU es más bien residual ya que el principal mercado es el bloque comunitario, que para algo se creó la Unión Europea, para comerciar libremente y sin tasas que engorden los precios y penalicen la competencia y la innovación.
De hecho, EE UU es el quinto mercado al que van las ventas de productos químicos españoles, por un valor de 3.505 millones de euros.
Pero es que, más allá, EE UU es el segundo proveedor de España en este sector, solo superado por Alemania, con 8.129 millones en importaciones.
Así pues, está claro quién sale perjudicado y quien beneficiado en una guerra arancelaria. Lo mismo pasa con el petróleo o el gas y si me apuran, hasta con la Coca-Cola.
Al margen de hacer bajar y subir acciones como quien mueve los hilos de una marioneta, algo que tampoco es nuevo entre quienes ocupan la Casa Blanca, esto va de China y de su creciente poder.
Mientras el presidente del Gobierno español, el inefable Pedro Sánchez, anda por China y Vietnam tejiendo alianzas frente a Trump que más temprano que tarde le saldrán caras, el secretario general de la OTAN, el holandés Mark Rutte, señalaba desde Tokio la creciente “militarización” china y su intento de controlar tecnologías, infraestructuras críticas y cadenas de suministros.
Lo cierto es que Pekín y Washington están condenadas a chocar militarmente en el Pacífico por las ansias expansionistas chinas, que llegan hasta las costas de Filipinas, y su necesidad de controlar como sea las rutas marítimas, desde el estrecho de Malaca o el de Ormuz hasta el Canal de Panamá.
Durante las últimas cuatro décadas, especialmente con la llegada del nuevo siglo, hemos vivido al margen de la realidad hasta que se ha hecho buena la frase que escuché una vez a un comerciante chino en Madrid cuando le expliqué que eso de “trabajar como chinos” no iba con la mentalidad europea. “Hoy trabajamos como chinos, pero mañana sus hijos trabajarán para los nuestros”, me contestó con una media sonrisa desdentada.
La realidad es que ya no podemos vivir sin China. Siguen fabricando patitos de goma, pero también alta tecnología. Tienen lavadoras, coches eléctricos y hasta un avión comercial que algunas aerolíneas de bajo coste europeas estudian integrar en sus flotas, el Comac C919. Un aparato con capacidad para 168 pasajeros y un alcance de hasta 5.555 kilómetros que pretende competir con el Airbus A320 y el Boeing 737. Este es solo un ejemplo, como el de la propia industria química global, que lidera China.
Y como no podemos vivir sin China, debemos competir en igualdad de condiciones. Una igualdad que ya solo puede llegar por la vía arancelaria, porque en China no hay ni por asomo las mismas condiciones laborales que en Occidente. No olvidemos que tratamos con una férrea dictadura capaz de todo, por mucho que sonrían sin parar.