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Por las líneas de su cara y la aspereza de sus manos te dabas cuenta de que había vivido cien vidas y conocía el final de todas las historias. Se puso serio cuando le pregunté si había visto al mohán alguna vez.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Dicen que habla el lenguaje de los animales, que nunca apaga el tabaco y que en vez de uñas tiene garras. Dicen que protege el río, que hace naufragar las canoas que llevan peces pequeños y que enamora a las muchachas que lavan ropa en las aguas del río. Nacido a orillas del Magdalena aprendió desde niño a hacerse invisible entre el verde de la manigua y a pisar el tapete de sedimento y hojas descompuestas a pie limpio, con la misma discreción de los caimanes. Dicen que es difícil de ver porque tiene extremidades largas y retorcidas como las ramas de un árbol primigenio, que vive en cuevas cuya entrada nadie conoce y que se alimenta de pescado, insectos y clorofila. Dicen que se comunica con gestos y sonidos que no logran convertirse en palabras porque en su mente resuena más el lenguaje del caudal y los pájaros, que el de los seres humanos. Estoy hablando del mohán. Unos lo veneran por cuidar el bosque y el río; otros temen encontrarse con él. A fin de cuentas a todos nos han enseñado a huir de los monstruos.
Llegué a Honda a participar en un festival de LiterNatura y a perseguir las huellas de este legendario personaje al que hace años nadie avista. Remontamos el río con un pescador callado que todo lo respondía con ligeros movimientos de cabeza. Por las líneas de su cara y la aspereza de sus manos te dabas cuenta de que había vivido cien vidas y conocía el final de todas las historias. Se puso serio cuando le pregunté si había visto al mohán alguna vez. Tomó aire como quien toma impulso para hablar, pero al final no dijo nada. Insistí con la pregunta y él se limitó a asentir y a enumerar con los dedos las tres veces que se topó con él. En su cara veías el rictus de gravedad de quien está convencido de sus visiones. Seguimos navegando en silencio, mirando en la dirección que él indicaba para lograr ver las pocas tortugas, babillas y aves que quería mostrarnos. Del exterminio de caimanes, loros, micos y manatíes, me había enterado por los lamentos de Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera, nosotros tuvimos que conformarnos con imaginar que alguna vez vivieron tranquilos en su propio territorio. Somos los únicos seres que dañamos el entorno que habitamos, a veces, pienso que deberíamos redefinir el concepto de inteligencia. El río Magdalena recorre gran parte del país llevando diversidad, vida y abundancia, a cambio, *recibe las aguas residuales de trecientos municipios y las más de cien toneladas de mercurio anuales que arroja la minería ilegal. La deforestación ha sido del 70% en los últimos cincuenta años y, en ese mismo lapso de tiempo, la producción pesquera pasó de 81 mil a 26 mil toneladas. Cifras que no parecen alarmar a los que al abrir el grifo les sale agua potable, compran pescado congelado en el supermercado y no le importa el manatí o los lobitos de río porque no los ha visto ni en fotos. Qué más da que desaparezcan.
Al mohán nunca pudimos verlo, tal vez se fue de la zona pensando que queda poco para cuidar. Además, él también sabe que hay que huir de los monstruos.
*Datos del Instituto
Humboldt, 2021.