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No tengo la menor duda: así como las heridas se infectan, también los lugares, las oficinas, las habitaciones, los puentes, las casas, los edificios, los barrios, los ministerios, los hospitales, las cárceles y un montón de sitios más terminan por gangrenarse, por expeler un olor que incomoda, que fastidia hasta eliminar la gracia que se llegó a sentir por ese espacio antes de que cayera en desgracia.
Podríamos considerar esta extraña enfermedad, que poco a poco se torna más agresiva en los inimaginables rincones de nuestro país, desde algo tan simple como una alcoba matrimonial que ya no incita a nada, que ya no huele a deseo ni a ternura, a diálogo, a una manito agarrada con amor para soñar algo lindo, a un beso en las madrugadas.
También podríamos enfocarnos en los hospitales: a medida que pasan los días, nos damos cuenta de que algunos están a punto de padecer un infarto fulminante y podrían pasar de ser lugares de vida, ejemplos de buena salud, a ser nuevas sucursales de los cementerios o del abandono.
Ni qué decir de las cárceles, instituciones que, aunque nadie las desee en ningún momento —a excepción de Jean Genet, el gran escritor francés que gozaba en ellas y veía una estrecha relación entre las flores y los presidiarios—, dejaron hace mucho de ser correccionales para volverse una herida abierta que a diario corroe celdas y personas y cuya enfermedad ha sido larga y agónica. Las cárceles de nuestro país padecen un cáncer largo y maligno y no hay quimioterapia que valga. Ojalá este gobierno las ponga en la categoría de alto riesgo y las salve.
Hay lugares de trabajo que también han empezado a enfermarse, muestran síntomas depresivos, lágrimas y suicidios. Al parecer, en muchas oficinas una terrible mediocridad, una imposibilidad de ascender está tomándose diferentes campos y muchos trabajadores han terminado por acostumbrarse al maltrato de sus jefes, a los abusos de los mal llamados departamentos de recursos humanos, que muchas veces no muestran el interés por las personas. La situación es muy grave y pocos se salvan de padecerla en este enfermizo país.
Podría detallar más males de cada uno de esos lugares que he mencionado y de otros que usted conocerá mejor que yo, podría hablar del simple hueco en una calle y cómo este arruinó la vida de alguien, podría detallar el riesgo que implica caminar por un puente solitario o especializarme en enfermedades médicas asignándoselas a los sitios que a diario nos contagian de algo, pero este espacio no da para más. Por ahora deberíamos pedir que al menos ciertos despachos que engendran violadores del bien común, seres perversos que abusan de los ciudadanos, entiendan que si seguimos así, no habrá milagro que valga. Mucho menos cuando hay tantos lugares que tratan de entrar a un quirófano sin médico