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Es triste que una pelea que debería ser con los aserradores termine siendo con la entidad que debería defendernos de ellos, sin embargo, eso no es lo más triste de esta historia.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Un amigo me contó que cuando entró a estudiar Derecho a la universidad uno de los profesores le dijo: usted viene aquí a aprender un lenguaje nuevo. Me pareció curioso porque a mí, que estudié periodismo, me dijeron algo muy diferente: usted viene aquí a perfeccionar el lenguaje. Mientras que a él los profesores lo incitaban a que usara términos rimbombantes para enredar al lector, a mí me los tachaban con rojo precisamente para lo contrario. Me quedé pensando por qué ciertas profesiones necesitan inventarse un lenguaje cuando lo adecuado sería que todos nos esforzáramos en perfeccionar el que ya tenemos. Me cuestiona el hecho de que haya tantas carreras que violan las normas básicas de la comunicación y la narrativa e inoculan en los estudiantes la idea de que meter palabras raras en el discurso los hará parecer intelectualmente superiores, dueños de una verdad que sólo ellos entienden. Como profesora de escritura que soy, voy a enseñarles la norma más básica de todas: mientras más sencillo, mejor. Para qué decir: un alarido estremecedor le desgarró irremediablemente los tímpanos, cuando se puede decir: oyó un grito. En conclusión: no digas en ocho palabras lo que puedes decir en tres. El consejo es gratis. A menudo se apuntan en mis cursos personas con credenciales y logros profesionales impresionantes y a todos en la primera clase siempre les digo: ¿Recuerdan el lenguaje que aprendieron en la academia? Pues bien, olvídenlo. Aquí no les sirve para nada. Primero me miran con incredulidad, después, cuando leen en público sus primeros relatos, se dan cuenta por sí mismos de que nadie los comprende. Por lo general son recargados, crípticos y aburridos. He aquí la lección: Un texto tendría que entenderse a la primera lectura, de lo contrario, algo está fallando.
Todo lo anterior para contarles que hace meses pusimos un derecho de petición a Cornare con el fin de evitar una masacre ambiental en la vereda en la que vivo (El Carmen, El Retiro), sin embargo, pasaron los meses, tumbaron cientos de árboles, desaparecieron los pájaros, enloquecimos por el ruido de varias motosierras trabajando sin parar diez horas al día (yo, por ejemplo, tuve una crisis nerviosa que me obligó a mudarme a la ciudad) y jamás respondieron. Como se vencieron los términos, expusimos el caso en redes sociales, la presión hizo que al día siguiente los abogados de Cornare se vieran obligados a contestar el derecho de petición. ¿Qué dijeron? No tenemos ni idea. Mi propio abogado dijo que había que buscar otro abogado experto en el tema para que tradujera. El otro abogado, a su vez, dijo que había que buscar otro. El chiste se cuenta solo. No sé si tras ese lenguaje incomprensible buscaban ocultar su incompetencia, esquivar el deber de proteger el medio ambiente o si tan solo querían exhibir esos términos rimbombantes que han aprendido a lo largo de su vida profesional. Felicitaciones, lograron incorporarlos todos.
Es triste que una pelea que debería ser con los aserradores termine siendo con la entidad que debería defendernos de ellos, sin embargo, eso no es lo más triste de esta historia. Tampoco lo es el hecho de que Cornare se escudara en un lenguaje indescifrable para evadir sus funciones. Lo más triste, de verdad, es que tumbaron hectáreas enteras de bosque, el ruido expulsó animales y vecinos de la zona y no se pudo hacer nada para impedirlo.