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Por las relaciones que se establecen entre los órganos de poder y la participación ciudadana en su conformación, el esquema político de occidente distingue dos tipos de gobierno: el gobierno parlamentario y el presidencialista. El primero se caracteriza, entre otras notas, porque se escinde la dirección del poder, de manera que el jefe del Estado es un presidente o un monarca, mientras que el jefe del gobierno y de la administración es un primer ministro, miembro del partido mayoritario en el parlamento.
En el sistema presidencialista la jefatura del Estado, del gobierno y de la administración se concentra en la persona del presidente de la república. Esta diferente forma de organización y funcionamiento se refleja en el esquema de controles y en la responsabilidad política. No cabe duda que en un sistema parlamentario la división de los mandos del poder y el hecho de que por norma general el primer ministro tenga su origen en las mayorías del parlamento, hace que exista un fuerte control político sobre la acción del gobierno y que la función de control se convierta en la tarea principal del parlamento. No sucede lo mismo en el sistema presidencialista. El hecho de que en el presidente recaiga la jefatura total del poder, hace que este mantenga una fuerte influencia sobre la organización y funcionamiento del Congreso y demás órganos de poder, y que la función de control político se diluya o por lo menos no opere con el mismo rigor que en el sistema parlamentario.
Ante esta situación y para evitar las tentaciones de abuso que implica la concentración de los poderes políticos, el modelo constitucional norteamericano construyó un sistema de contrapesos y balances, en virtud del cual se garantiza el equilibrio entre los distintos órganos de poder. En general los sistemas políticos latinoamericanos copiaron el modelo presidencialista de los Estados Unidos. Lamentablemente, nuestra tendencia al caudillismo ha originado un constante debilitamiento del sistema de controles, con un incremento desmedido en los poderes del presidente de la república. Cuando ello ocurre, es decir, cuando se debilita toda la posibilidad de control y medida de responsabilidad, el sistema presidencialista degenera en un odioso presidencialismo, caracterizado por una exagerada concentración del poder en el presidente y el debilitamiento casi total de los sistemas objetivos de control, bien porque desaparecen, ora porque políticamente quedan subordinados a la voluntad del jefe de Estado. Esta es una constante que se ha vivido y se vive en muchos países de América Latina, y que se agudizó en Colombia, a partir de algunas reformas introducidas a la Carta de 1991, como las relacionadas con reelecciones.
Por ello es menester llamar la atención de los analistas, con el fin de verificar si en el proyecto sobre equilibrio de poderes que se debate en el Congreso, en lugar de recuperar el principio de controles y balances, se ha agudizado la influencia del presidente en todas las esferas del poder, transformando nuestro sistema presidencialista en un desafortunado presidencialismo.