Pico y Placa Medellín
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Por Federico Arango Toro - fedearto@icloud.com
La figura del Anticristo en la religión, especialmente en el cristianismo, representa no solo la negación del Cristo sino su parodia destructiva; una figura que finge redención mientras lleva a la perdición. No es simplemente el no-Cristo, sino aquel que, aparentando ser su equivalente o su enviado, actúa contrariamente. Se trata de una impostura con poder, carisma y discurso, pero orientada hacia la destrucción del bien común, la verdad y la justicia.
Colombia contribuye al desarrollo de la filosofía política consolidando la figura del Antipresidente. No se trata de un simple mal gobernante sino de alguien que traiciona el espíritu de la Constitución que juró respetar. Usa el poder y símbolos democráticos para degradarlos desde dentro; no gobierna, degrada; no une, divide; no inspira, odia; no defiende el Estado y la separación de poderes sino que busca someterlos a su voluntad personal, demoliendo el principio y conveniencia de tal separación.
El actual presidente llegó al poder en medio de serios cuestionamientos sobre posibles violaciones de fechas de apertura de campaña y financiación de ella. Desde entonces se tejieron graves dudas con el llamado Pacto de La Picota, en el que se habrían ofrecido beneficios a delincuentes condenados a cambio de su respaldo político.
En el ejercicio del poder su conducta ha sido sistemáticamente corrosiva. Destaca por conformar equipo de gobierno y promover alianzas con personas mediocres, varias investigadas y algunas con antecedentes judiciales. La corrupción ha florecido con escándalos por miles de millones, tocando instituciones clave. Es más, desde el propio Ejecutivo se promovió la compra de altos dignatarios del Congreso a cambio de apoyo para sacar adelante sus proyectos; hoy varios de los implicados enfrentan investigaciones de la Fiscalía, otros están pendientes de ser llamados y alguno más se refugió en el exterior.
No se limita a corromper, también busca deslegitimar las otras ramas del Estado. Repetidamente ha insultado congresistas, calificándolos de HPs y llegado hasta decir, en el cabildo abierto de Barranquilla, que “el pueblo va a borrar esos congresistas de la historia de Colombia”. Ataca las altas cortes cuando estas ejercen su deber de control constitucional; ha emitido decretos sin el debido cumplimiento de requisitos constitucionales para su validez, pretendiendo, ahora, la convocatoria de una Asamblea Nacional Popular, figura inexistente en nuestro orden jurídico.
Recientemente en Medellín subió a su tarima política cabecillas criminales sacados de la cárcel y desde allí denigró del alcalde y gobernador. No fue un hecho aislado, sino la expresión cruda de una lógica perversa en la cual todo lo suyo vale, utilizando el poder como espectáculo degradante y no con la responsabilidad y majestad institucional a la que está obligado.
El Antipresidente no rompe la democracia en un golpe, sino que la va desgastando. Su discurso de odio, retórica de barricada, desdén por la legalidad e irrespeto a los poderes no son deslices sino parte de una estrategia de imponer su voluntad por encima de las reglas, procedimientos y símbolos comunes de la República.
La democracia exige bastante más que votos, requiere límites, decoro y sentido de Estado. Cuando estos se pierden, lo que queda es la impostura del poder y el vaciamiento de su sentido y legitimidad. Eso, en esencia, es un Antipresidente.