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Era Viernes Santo de 1962. Ellos eran veinte. Todos, seminaristas. Todos, voluntarios de un experimento. Todos tomaron una especie de “droga”. La mitad ingirió psilocibina, un psicodélico presente en un hongo. La otra mitad recibió una fórmula que solo producía hormigueo. Se fueron a misa. Nueve de los diez que tomaron a ciegas psilocibina tuvieron una experiencia mística, divina, sintieron a Dios de manera directa. Para la otra mitad, la misa fue una más.
Este ensayo, llamado “el experimento de Viernes Santo”, que se ha convertido en uno de los mas célebres de la historia de la psicodelia, fue conducido por un psiquiatra y sacerdote mientras trabajaba en su tesis doctoral en Harvard. Años más tarde, este mismo estudio lo repitió la Universidad de Johns Hopkins. Querían probar si estos compuestos podían inducir experiencias espirituales, tal como ya había sido narrado una y otra vez por quienes usaban estas sustancias. Los resultados de la Hopkins fueron similares a los del Viernes Santo: éxtasis místico.
Hay quienes han llevado esta pregunta más lejos y se han preguntado si las religiones tuvieron su origen en los psicodélicos. Si las alucinaciones que hacen parte de la narrativa de tantos textos sagrados fueron producto de la ingesta de estas pócimas. Uno de ellos es Brian Muraresku, abogado, también titulado en griego, latín y sánscrito, quien dedicó doce años a escudriñar en los archivos de la religión occidental mientras se preguntaba si el cristianismo tenía una historia psicodélica.
Los hallazgos de su investigación los recogió en el libro La clave de la inmortalidad. Su tesis está basada en los rastros químicos que ha descubierto en los asentamientos donde se practicaron ritos anteriores al nacimiento de las religiones. Las trazas en los recipientes donde preparaban las bebidas “espirituales” tenían, por citar algunos, cornezuelo, un hongo presente en el trigo y la cebada que contiene alcaloides, así como una amida del ácido lisérgico (un pariente menos potente del LSD), todos psicoactivos.
En la ciencia de la psicodelia, algunos se han empeñado en provocar y rastrear justo las experiencias místicas y espirituales que estas plantas, hongos o derivados provocan. Lo que ha fascinado a los investigadores es la idea de tener una vivencia directa con dios, la divinidad, la espiritualidad o con aquello más allá de lo físico. De ahí, la manera de nombrarlas como enteógenos, cuya raíz traduce “que tiene un dios dentro”. Una conexión para la que no se necesita intermediarios, por ello el enfado que despertaron estas sustancias cuando nacieron las religiones con nombre.
Que estos compuestos sean atajos, rutas rápidas para alcanzar la espiritualidad o sentir un enlace universal que inyecta sentido a la vida, no debería ser visto con recelo. La sospecha que nos despiertan prácticas que con poco esfuerzo nos regalan resultados asombrosos es hija de la culpa, esa que con tanta maña nos inculcaron las religiones dueñas de los conceptos de la bondad y la maldad