viernes
0 y 6
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Crecí en una finca que no tenía acueducto. Dependíamos de las lluvias y del agua de la quebrada. A veces era un hilito, a veces bajaba furiosa, arrastrando piedras y entonces todos en casa teníamos que alzar la voz para oírnos. Desde muy niña entendí pronto las consecuencias de la sequía y la creciente. Creo que la peor visión del mundo es la de un cauce seco. Quien lo niegue jamás se ha sentado en la orilla, jamás ha visto cómo el agua limpia hace florecer lo que toca y resecar lo que deja de tocar. Si hacía frío el día de lavarme el pelo, mi padre me tomaba de los tobillos y me sumergía la cabeza en el agua. Aprendí a restregarme el pelo patas arriba. El amor también es sujetar a alguien de los tobillos y no solo de las manos. Una profesora llamó una vez a la mamá a decirle que sospechaba que yo tenía problemas de audición porque hablaba tan duro como si viviera al pie de una quebrada. “Es que vive al pie de una quebrada”, le contestó la mamá.
Crecer bajo esas circunstancias me hizo consciente de que el agua del grifo no sale por arte de magia. Aún conservo el hábito de ducharme a mil, cerrar la canilla mientras enjabono los platos y recoger agua lluvia para regar las matas. Sigo hablando a todo volumen. Tener cerca una quebrada determinó, de cierta manera, mi forma de ser y de pensar. Las cosas realmente importantes rara vez las enseñan en el colegio. Adoro las cascadas y los arcoíris que forman en los días soleados. Hace poco en un pueblito de Georgia oí risas de niños mientras meditaba al pie de una caída de agua. Cuando abrí los ojos no había nadie alrededor. Luego supe que estaba en uno de los lugares más sagrados de los nativos que habitaron la zona hace muchos años.
La primera vez que vi un muerto lo estaban sacando del río Medellín. Íbamos para el colegio y el papá dijo: “No miren” y, solo por eso, mis hermanos y yo miramos la escena con sumo interés. Aún recuerdo la cara hinchada con visos morados y el cuerpo flácido suspendido en una grúa. Eran los noventa y los muertos se volvieron habitantes normales del río. Vi tantos que dejaron de importarme. Lo que nunca ha dejado de importarme es el río. La historia de nuestros ríos es también la historia de nuestras tragedias, de lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. A mí me avergüenza el río Medellín, domesticado y putrefacto, la cloaca de toda una ciudad que se las da de innovadora y es incapaz de respetar algo tan sagrado como el caudal que le permitió desarrollarse. No creo que las cosas cambien. Los paisas somos expertos en mirar para otro lado.
No se puede esperar nada de una ciudad que le niega a sus niños la posibilidad de tener un río limpio. Van a crecer pensando que es normal vivir en medio de aguas putrefactas, así como yo alguna vez pensé que era normal que el río estuviera lleno de muertos