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Por Carlos Andrés Naranjo Sierra - @carlosnaranjo
El ruido es una forma de violencia normalizada en nuestra sociedad. Agrede, obstruye y perturba la vida ajena y a veces también la propia. Cuando produzco ruido, ya sea de manera intencional o no, estoy priorizando mi proyecto de vida por encima del de los demás. Al hacerlo, someto a mi pareja, mi familia, mis vecinos, mis compañeros de transporte o trabajo, e incluso a la comunidad en general, a mis propios gustos y deseos. Algunos dicen que no tienen alternativa, que les “toca” hacer ruido y que a los demás “nos toca” soportarlo.
Claro, todos tenemos una excusa para imponernos a los demás. Empresas, negocios y personas, argumentan que necesitan hacer ruido para producir, atraer clientes o mantener impecable su jardín. Pero, si esto es cierto, ¿cómo hacen en otras sociedades para hacer lo mismo o más, con menos ruido, o incluso sin este? Ese ruido que “nos toca” soportar no es más que una agresión que, si realmente deseamos vivir en comunidad, puede evitarse o, al menos, reducirse significativamente.
Pareciera que hacer ruido, perturbar la tranquilidad, el descanso, la vida misma de los demás, fuera un asunto menor en nuestra sociedad. Una simple particularidad, a veces necesaria, de nuestro folclor y cultura colombiana. Ruido desde temprano y hasta tarde con las máquinas, ruido desde temprano y hasta tarde en las vías, ruido desde temprano y hasta tarde con la música porque ajá, así somos los colombianos y al que no le guste que se joda o “se vaya de monje”.
Por su parte, las autoridades suelen desentenderse del problema. Siempre hay temas “más importantes” para la Policía Nacional, como si en la Estación o la Inspección estuvieran constantemente persiguiendo capos del narcotráfico o desmantelando bandas criminales. La pólvora, la música a alto volumen, el taladro, los tacones o la guadañadora, son asuntos menores que pueden esperar. Sin embargo, cuando el ruido escala a conflictos mayores, que terminan en lesiones o incluso en muertes, las mismas autoridades no tardan en señalar la falta de “prudencia y tolerancia” de los implicados.
Además, existe un curioso estereotipo cultural que tacha al que pide tranquilidad y silencio de “aguafiestas”: un bicho raro, cansón y aburridor. “Mejor pida que lo inviten a la fiesta”, dicen algunos, riendo ante su “ingeniosa” ocurrencia. Recientemente en el Congreso de la República se aprobó la ley Contra el Ruido que busca darle dientes al Código de Policía, y a las autoridades en general, para enfrentar la epidemia del ruido que vivimos y que enferma, desplaza y mata.
Sin embargo, me temo que de poco servirá esta bienintencionada iniciativa si no hay una verdadera voluntad política para asignar responsabilidades y aplicar sanciones. La Política de Calidad Acústica, que busca “crear las condiciones para que los entes territoriales desarrollen una gestión pública y una gobernanza eficiente frente a la contaminación acústica”, corre el riesgo de quedarse en el papel si tampoco viene acompañada de un verdadero cambio de paradigma cultural, más allá de la pedagogía que propone la ley.
Un cambio de paradigma cultural en el que dejemos de aprobar al ruidoso con calificaciones de festividad, productividad o simple indulgencia. Un cambio de paradigma en el que reconozcamos el valor del proyecto de vida ajeno como merecedor del mismo respeto y consideración que el nuestro. Un cambio, con la ayuda la comunicación y de la mano de las ciencias del comportamiento (psicología, antropología, economía, ciencia política, etc.), en el que sea posible una metamorfosis social que posibilite una nueva cultura en donde el ruido no “nos toque”.