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Me detengo a tomar conciencia de que existo. Una sensación inefable se apodera de mí al caer en la cuenta de que mi vida es un regalo, un regalo del Creador, el único que puede hacer el maravilloso regalo de la vida. Mi vida, pura dádiva divina.
Mi Creador mi creó, no de la nada, porque de la nada no sale nada, sino por participación de su condición divina, pues soy imagen y semejanza suya. Mi tarea consiste en cultivar la oración, que es mi relación de amor con mi Creador, y así saber en cada instante cuál es la voluntad de Él en mí.
En la medida en que reconozco que mi vida es regalo, fruto de la generosidad divina, mi vida es eucaristía, dar gracias por un buen regalo. Y la vida, el regalo de los regalos, incluye todos los regalos. Y así, la gratitud es mi vocación, la atmósfera en que estoy llamado a moverme, hasta hacer de la gratitud el distintivo de cada gesto de mi vida.
Por tanto, el sacramento de la eucaristía es el rito en el cual celebro lo que soy, eucaristía. Los versos de Juan Ramón Jiménez son del todo espontáneos. “Gracias si queréis que mire, / gracias si queréis cegarme; / gracias por todo y por nada; / sea lo que Vos queráis”.
Con todo, estoy llamado a ser como el manantial, que da de beber al sediento sin esperanza de recompensa, pues le basta con ser agua para calmar la sed, que hace feliz al sediento. El manantial tiene por vocación calmar la sed del sediento, tanto del cuerpo como del alma.
El evangelista Lucas habla de diez leprosos. Un leproso tiene que vivir aislado, lejos de los demás, porque su enfermedad, considerada muy contagiosa, era vista como un castigo debido a la maldad del leproso.
Estos diez leprosos son admirables porque buscan cómo sobreponerse a su desventura. Y así, al saber que existe Jesús, si cuentan con él, su estigma desaparecerá por completo. Y por eso, al darse cuenta de que Jesús va a pasar, con toda la confianza que podía inspirarles ese ser adorable, le gritan: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!” (Lc 17,13).
Al ir a presentarse a los sacerdotes, según la consigna dada por Jesús, todos “quedaron limpios”, mas solo uno “volvió glorificando a Dios en alta voz y postrándose a los pies de Jesús, le daba gracias”.
Este cuadro evangélico nos inspira una confianza y una gratitud sin límites ahora cuando la pandemia nos hace ver lo frágiles que somos.