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Evo Morales camina un laberinto cada vez más estrecho y complejo. Sostiene la mano de un régimen en sus últimas horas, como el venezolano, y calla impunemente ante la trágica represión que impulsa la pareja presidencial de Nicaragua. Malentiende la lealtad e insiste con los tiranos que destrozan a su población.
Cuando la desgracia venezolana y nicaragüense pase, cuando los gobiernos despóticos de Caracas y Nicaragua sean solo el mal recuerdo de abusos y corrupción y violencia estatal, Evo quedará sepultado bajo ellos. Aún reconocido por organismos internacionales (como el muy temido FMI) por sus esfuerzos económicos y sus astucias políticas para manejar un país históricamente necesitado y sacar de la pobreza a un buen porcentaje de sus ciudadanos, Evo se hundirá en la historia como todos en esa camarilla que defendió lo indefendible.
El presidente boliviano siguió el camino que antes había transitado Caracas y luego Quito -con la transformación de leyes a su antojo y el desconocimiento de votaciones populares, con la ampliación de la grieta entre fieles e infieles y el maniqueísmo perverso- pero su vida política se estiró más que la de aquellos y ahora quedó en la cola de una transformación continental irrefrenable. De hacer parte del baile popular, pasó a ser un observador incómodo cuando la izquierda perdió su lugar de privilegio.
Hoy, aferrado a la silla de presidente como manda la etiqueta clásica del caudillo, se ve en una encrucijada en la que no tiene forma de ganar. Vienen pronto unas elecciones en las que pretende estirar su gobierno por cinco años más, pero el peso de la realidad le caerá con toda la fuerza. Con las boletas electorales posiblemente gritando el nombre de la oposición.
Porque en estos días Evo resulta ser una sombra triste de lo que alguna vez fue y un ejemplo patético de lo que le ocurre a la izquierda más radical de Suramérica. De aquellos que sostienen esa tesis trasnochada y siniestra que dice que al gritar contra el imperialismo estadounidense todo está permitido. Ese grupo que está convencido que renegar de Washington le esconde la debacle local y que insiste en que, al acusar de sus males a la Casa Blanca, las conspiraciones imaginadas resolverán de un plumazo su incapacidad, su torpeza y su corrupción.