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En medio de esta confusión nacional apareció César Gaviria. Y fue para sentenciar “que el país se está yendo a pique”. De aceptar que no le faltan razones para sostener tan dura opinión, abundan también motivos para señalarlo como uno de los que estimulan, con su agresividad oratoria, lo que podría ser el hundimiento del llamado régimen establecido.
Si hubo un espectáculo bochornoso, gemelo a los vándalos que incendiaron bienes estatales y privados de gentes honradas e inermes en las grandes ciudades colombianas, fue la pataleta de Gaviria. Con ojos desorbitados, demacrado y manoteando nerviosamente, parecía un orate. Con lenguaje insolente, comparó al ministro Carrasquilla, ya en el asfalto, con la pandemia. Sacó valor para exclamar, “que si no le tuvo miedo a Pablo Escobar, qué le iba a tener miedo a Carrasquilla”. Pero la historia dice lo contrario. Pablo Escobar le impuso las reglas de juego para entregarse, exigiendo la construcción de una cárcel segura y confortable, rodeada de muñecas de la mafia, donde pudiera ejecutar su imperio de terror, para después volarse, dejando a César Gaviria como protagonista del episodio más ridículo internacional.
¿Cómo no se va a pique un país, según vaticinio del energúmeno exmandatario, y no se rompen las bases de un establecimiento débil, con expresidentes que solo saben casar peleas en momentos de incertidumbre nacional? ¿Que subestiman los efectos trágicos que causa una pandemia, arrastrando vidas y economías, propiciando con sus sectarismos una violencia que se toma calles, convertidas en infiernos, aprovechando la impotencia de una autoridad amarrada a disposiciones judiciales aberrantes que le impiden restaurar, como lo dice la Constitución, el orden público? ¿Cómo puede superar una Nación tantos retos y peligros de caer el próximo año en manos del populismo, de la extrema izquierda, cuando hombres como Gaviria, rechazan la invitación presidencial de reunirse en Palacio para intentar consensuar una reforma que tape el aterrador hueco fiscal, que tiene a Colombia al borde de la descalificación del grado de inversión y dote al país de recursos necesarios e inaplazables para financiar el gasto social que aligere las cargas del desempleo, el hambre y la miseria?
Con retirar Duque su reforma tributaria –con alto costo de gobernabilidad–, ¿logrará desactivar la protesta social de algunos y la violencia callejera de los otros? Porque siempre los anarquistas encontrarán pretextos para pedir más bajo la presión de agudizar el terrorismo. ¿Quieren comer carne presidencial, derrocar el sistema, e implantar de hecho el llamado Estado de Opinión, para impedir a toda costa la vigencia de reformas estructurales que apaguen su condición de pirómanos?
Dudamos que Gaviria baje de su estado de crispación para cooperar en la formación de un Acuerdo Nacional –difícil de alcanzar en un país polarizado, en agria campaña electoral– que conduzca a un nuevo proyecto fiscal. ¿Tendrá aquel grandeza para apoyarlo? ¿O preferirá seguir evadiendo sus responsabilidades de expresidente para abrirles camino a los extremistas en marcha a la conquista del poder, que de lograrlo, cumpliría su vaticinio de que el “país se fue a pique”?