viernes
0 y 6
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Primero fue un fastidio en la garganta. La sentía seca. Después fue una sed que por ratos se convertía en un dolor. Después vino la tos. Luego, una dificultad para respirar. En mitad de la noche, me quedaba sin aire, suspendido en un espasmo, y después en otro, y no podía dormir. Tenía que sentarme a esperar que amaneciera. Solo entonces, apaciguado por la tibieza de los primeros rayos de sol que entraban por debajo de la puerta, lograba conciliar el sueño.
Cuando me levantaba, las fuerzas apenas me alcanzaban para subir y bajar las escalas que unen el primero y el segundo piso. Para hacerlo, tenía que sostenerme agarrado del pasamanos. Me dolía todo el cuerpo y seguía tosiendo.
Ni los remedios caseros para las congestiones pulmonares, ni los antihistamínicos que uno mismo se receta para estas cosas, surtieron el menor efecto.
Bastaron cuatro días con estos síntomas para convencerme en silencio de que, aunque estaba vacunado con las dos primeras dosis, la peste del covid-19 había llegado a mi casa y yo era la víctima elegida. Sin embargo, durante el resto de la semana guardé silencio para no provocar pánico en mi familia.
Como vivo en una casa de campo alejada de Medellín y en el pueblo más cercano solo hay un hospital pequeño, sin recursos para atender estas emergencias, el lunes siguiente viajé a mi ciudad en busca de ayuda médica.
Mientras tanto, seguí las instrucciones que me dio el médico que me atendió durante la última crisis pulmonar que tuve, hace unos años: me hice en mi propia casa varias nebulizaciones con un medicamento para desbloquear un poco las vías respiratorias.
Nunca había visitado un hospital en época de navidad y en medio de una pandemia como la del covid-19. Las salas de urgencias están tan llenas que los hospitales han tenido que improvisar carpas con zonas de atención en las afueras de sus edificios.
En una de esas carpas tuve la primera evaluación. Mientras me atendían, vi desfilar ante mis ojos pacientes de todas las clases: un anciano que a duras penas podía caminar, ayudado tal vez por su hijo; un médico, todavía con su uniforme puesto, que respiraba con dificultad sentado en una silla; una señora que era llevada en una silla de ruedas y que acababa de sufrir un infarto; un niño que lloraba cargado en brazos de su madre...
Me sentaron en una silla porque no había camillas disponibles. Cerré los ojos, esperando lo peor. Unos minutos más tarde, la enfermera que me evaluaba me dijo que la oxigenación de mi sangre era normal, que no tenía fiebre, que mi presión arterial estaba dentro de los parámetros corrientes... Que en la sala de urgencias del hospital no tenían cupo. Que me remitirían a la clínica de mi IPS para que me hicieran una evaluación más completa. Que por el momento descartaban cualquier posibilidad de que tuviera covid-19.
Respiré aliviado. Regresé a mi casa y pasé el resto de la semana en revisiones médicas que confirmaron el diagnóstico. Lo que tenía era un nuevo episodio de alergia respiratoria, la misma de la que creía haberme curado hacía unos años.
Hoy, después del tratamiento, he podido volver a respirar tranquilo. No pasé la navidad en un hospital, pero esta experiencia me puso del lado de los que sufren y están enfermos, que se cuentan por miles en nuestro país y por millones en el resto del mundo.
No malgasté mis días en ningún centro comercial. No estuve en ninguna fiesta ruidosa. Solo me reuní en paz con mi familia, con mis hermanos. Y estoy feliz de estar vivo. ¿Hay otro milagro igual que merezca la pena celebrarse?