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Abrió un paréntesis en los miedos e incertidumbres originados en la humanidad por los estragos del coronavirus, la voz del papa Francisco. El Pontífice volvió a escandalizar al mundo conservador con su visión pluralista de la vida, al plantear la adopción de una ley de convivencia civil para amparar los derechos de las parejas homosexuales. Días antes, dada la presión de algunos cardenales reacios a hacer de la Iglesia una institución más incluyente y tolerante, había exclamado aquello de “¿quién soy yo para juzgar a los gays?”. No pocos vaticanistas susurran solapadamente que el diablo anda suelto por los pasillos del Vaticano. Se resisten a aceptar que Francisco da pasos trascendentales para conectar su iglesia con un mundo con grandes transformaciones culturales.
Francisco provoca a aquellos que no quieren adaptarse a las nuevas realidades de la humanidad del siglo XXI. A los que se resisten a abrir y conectar el magisterio papal con la evolución de una civilización que pide respuestas en la razón, sin abandonar, por supuesto, aquella fe que brota de las auténticas enseñanzas del galileo. Se enfrenta a un mundo retardatario que ha pretendido esconder el Evangelio para darle prelación a pastorales no pocas veces en contravía de los tiempos.
El Papa Francisco ha avanzado no solo para adaptar a su iglesia a un mundo contemporáneo lleno de desafíos, sino para no dejarse arrebatar su vasta grey por doctrinas religiosas sin tantas tesis irracionales. Sabe que existen sectores de la Iglesia que quieren devolverse a la época de la Inquisición. Y que no soportan una Iglesia tolerante, incluyente, fiel al Evangelio.
Francisco, un anticristo para los retardatarios, abrió las puertas de los sigilos cómplices que había para tapar delitos de abusos sexuales de muchas sotanas. Dejó que la justicia entrara a investigar las denuncias de pederastia, para darle así mayor transparencia a la función apostólica. Suspendió desde cardenales hasta curas de misa y olla que violaron el juramento de castidad. Está aun en lista de espera la adopción del celibato sacerdotal opcional en sustitución de su obligatoriedad. Teólogos tan importantes como Hans Küng y otros cardenales, lo han planteado como necesidad para conservar la unidad en la diversidad. Sabe sí Francisco que debe ir despacio, sin prisa pero sin pausa, para no alebrestar a unas sombras chinescas que dentro del Vaticano son capaces de cometer cualquier acto temerario.
Este Papa puede ser tomado como un provocador por recalcitrantes seguidores de tesis que quizá tuvieron vigencia para el mundo en que vivieron, pero que hoy son anacrónicas. Comprende que con sus decisiones responde a los desafíos de un mundo de cambio arrollador. Se va abrazando más a las tesis evangélicas que a las presiones del séquito romano. Es un hombre de mentalidad amplia que abre las ventanas cerradas del palacio vaticano para que entre aire fresco y renovador. Para que penetre un viento que le quite el olor a naftalina a una religión que, como decía Alberto Lleras, “no fue trazada por la mano fugaz del hombre”.