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El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, desapareció por 34 días. Nadie daba razón de él y aquellos que, como su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo, podían dar luz acerca de su paradero, esquivaban cualquier pregunta sobre la razón de su ausencia. Se esfumó así, no más, por un mes. Justo cuando el mundo enfrenta la peor pandemia de la historia reciente, el mandatario sandinista prefirió la reclusión y el misterio. Ni una palabra.
Finalmente, tras especulaciones y mentiras filtradas a los medios, Ortega volvió a dar la cara el miércoles pasado. Tomó el micrófono en cadena nacional y actuó como si nada hubiese ocurrido. Media hora le bastó para dar un superficial repaso por la actualidad sanitaria nicaragüense y para afirmar, en contravía del mundo científico entero, que al coronavirus se lo derrota en la calle, trabajando, con actos públicos multitudinarios.
El gobierno nicaragüense dice que su economía no para porque, sin trabajo, su pueblo moriría de hambre y el alcance del coronavirus, según las cifras oficiales, es minúsculo. Contra toda lógica, la presidencia de Ortega asegura que solo una persona ha fallecido por el Covid-19 y el número de infectados no llega a la docena. Las cifras, que no las cree nadie, sirven también para insistir en que los restaurantes deben seguir con sus puertas abiertas, los bares con la música prendida y los conciertos con público.
La Organización Mundial de Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) presienten que lo que viene para Nicaragua puede ser una catástrofe. Sin cumplir con las medidas de aislamiento se pone en riesgo la salud de toda la población y se hace evidente el desprecio que siente el gobierno por la ciudadanía. Si a la irresponsabilidad del Ejecutivo le sumamos la pobreza del país y las dificultades de acceso a servicios básicos, lo que le espera a la nación centroamericana es un año en el infierno.
Pero la pareja presidencial Ortega - Murillo sonríe. Certifica que todos pueden salir de sus casas. Que trabajen. Que compren. Quizá, que se distancien unos a otros, en las filas del supermercado pero que la vida siga su rumbo. Lo dicen a viva voz hasta que se apagan las cámaras, porque esas recomendaciones no aplican para ellos. Cuando ya nadie los ve, regresan a la sombra. Al aislamiento de lujo. A su cuarentena infame.