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El caso Vinicius: somos plátanos

España es el país de toda la Unión Europea donde más gente se siente cómoda relacionándose con población inmigrante (el 83%), según el Eurobarómetro. Aun así, hay un 17% que no quiere ver ni en pintura a nadie de fuera.

25 de mayo de 2023
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  • El caso Vinicius: somos plátanos

Por Humberto Montero - hmontero@larazon.es

Se ha liado la mundial por los insultos racistas de unos hinchas del Valencia, por llamarlos de alguna manera, contra el delantero del Real Madrid Vinicius Junior, escurridizo como una anguila y uno de los mejores dribladores que he visto en mi vida canchera. Todo, en el último partido jugado entre ambos equipos en tierras mediterráneas. Como saben, soy madridista a muerte. Vikingo, como decimos por aquí, pero eso no condiciona ni una sola de estas líneas.

Cómo serían las barbaridades que le soltaron a Vinicius, que el delantero blanco estuvo a punto de abandonar el partido y calificó a España de ser un país racista. Y lo somos. Hay que admitirlo. Porque una nación donde se recibe a un jugador al grito de “eres un mono” por más de un centenar de “personas” tiene un problema.

En Brasil se lo han tomado como un asunto de Estado y hasta Lula da Silva aprovechó la polémica desde el G-7 para cargar contra el fascismo. En Río de Janeiro incluso apagaron el Cristo del Corcovado en protesta.

Pero este racismo no tiene nada que ver con la ideología. Hay racistas de izquierdas y de derechas. Hay países, como Cuba, donde se les llenan la boca hablando del igualitarismo y hay el mismo racismo que en la India o Rusia. En el propio Brasil, el racismo es brutal y está presente en toda la sociedad. Puede que nadie insulte a nadie, pero te matan por ser negro y no te dan trabajo por lo mismo. Acudan a un Country Club brasileño y sabrán de lo que hablo.

No estoy aquí para negar la evidencia y echar pestes de otros países. Hay racismo en España. Los gitanos lo saben bien. Pero también somos un país de acogida en el que miles de compatriotas suyos y latinoamericanos en general se sienten como en casa.

España es el país de toda la Unión Europea donde más gente se siente cómoda relacionándose con población inmigrante (el 83%), según el Eurobarómetro. Aun así, hay un 17% que no quiere ver ni en pintura a nadie de fuera. Luego tenemos un buen puñado de racistas entre nosotros.

Lo escribí hace un lustro en otra columna titulada “Piel”: “El amor no entiende de colores. El odio sí. El amor no exige árboles genealógicos en los que todas las ramas sean de la misma estirpe. El odio sí. Para los que aman, dan igual un par de ojos negros, verdes o azules. Para los que odian, no. Tampoco el color del pelo. Ni si los cabellos son rizados o lacios. Para los que aman, la diversidad es una bendición. Para los que odian, también. Pero solo porque les permite imaginar que son superiores por una mínima variación genética que cambia el tono de su piel o el brillo de su mirada. Imaginan que el hecho de que las pieles huelan distinto, como los cueros de distintos animales, les confiere a las suyas propiedades mágicas, casi divinas. El racismo es la aberración más indigna de nuestras sociedades. De todas. Pero se encuentra tan adentro de nuestro ser que debemos luchar todos los días, cada minuto, para extirparla de nuestras mentes”.

La genética no engaña. Los seres humanos somos iguales al 99,9%. Todos. De hecho, un estudio del National Human Genome Research Institute descubrió que los chimpancés tienen un 96% de similitud genética con los seres humanos. El gato doméstico de Abisinia tiene un 90% de similitud con nuestro ADN y con un ratón compartimos el 85% de trazas. Pero, en el giro más loco, compartimos el 60% de nuestro ADN con un plátano.

Todas las pieles son la nuestra. Únicas.

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